Lectura para hoy:
Lucas 1:5- 23, 57- 80
El Deseado de Todas las Gentes, página 69-71
Lucas 1:5-23
5 En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías, cuya esposa, Elisabet, era descendiente de Aarón. 6 Ambos eran íntegros delante de Dios y obedecían de manera irreprensible todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. 7 Pero no tenían hijos, porque Elisabet era estéril y los dos eran ya muy ancianos. 8 Un día en que Zacarías oficiaba como sacerdote delante de Dios, pues le había llegado el turno a su grupo, 9 le tocó en suerte entrar en el santuario del Señor para ofrecer incienso, conforme a la costumbre del sacerdocio.
Lucas 1:57-80
57 Cuando se cumplió el tiempo, Elisabet dio a luz un hijo. 58 Y cuando sus vecinos y parientes supieron que Dios le había mostrado su gran misericordia, se alegraron con ella. 59 Al octavo día fueron para circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. 60 Pero su madre dijo: «No, va a llamarse Juan.» 61 Le preguntaron: «¿Por qué? ¡No hay nadie en tu familia que se llame así!» 62 Luego le preguntaron a su padre, por señas, qué nombre quería ponerle. 63 Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan.» Y todos se quedaron asombrados. 64 En ese mismo instante, a Zacarías se le destrabó la lengua y comenzó a hablar y a bendecir a Dios. 65 Todos sus vecinos se llenaron de temor, y todo esto se divulgó por todas las montañas de Judea. 66 Todos los que oían esto se ponían a pensar, y se preguntaban: «¿Qué va a ser de este niño?» Y es que la mano del Señor estaba con él.
El Deseado de Todas las Gentes, página 69-71
Les asombraba el conocimiento y la
sabiduría que manifestaba al contestar a los rabinos.
Sabían que no había recibido instrucción de los sabios,
pero no podían menos que ver que los instruía a ellos.
Reconocían que su educación era de un carácter superior
a la de ellos. Pero no discernían que tenía acceso al árbol
de la vida, a una fuente de conocimientos que ellos
ignoraban.
Cristo no era exclusivista, y había ofendido
especialmente a los fariseos al apartarse, en este
respecto, de sus rígidas reglas. Halló al dominio de la
religión rodeado por altas murallas de separación,
como si fuera demasiado sagrado para la vida diaria, y
derribó esos muros de separación. En su trato con los
hombres, no preguntaba: ¿Cuál es vuestro credo? ¿A qué
iglesia pertenecéis? Ejercía su facultad de ayudar en favor
de todos los que necesitaban ayuda. En vez de aislarse en
una celda de ermitaño a fin de mostrar su carácter
celestial, trabajaba fervientemente por la humanidad.
Inculcaba el principio de que la religión de la Biblia no
consiste en la mortificación del cuerpo. Enseñaba que la
religión pura y sin mácula no está destinada solamente a
horas fijas y ocasiones especiales. En todo momento y
lugar, manifestaba amante interés por los hombres, y
difundía en derredor suyo la luz de una piedad alegre.
Todo esto reprendía a los fariseos. Demostraba que la
religión no consiste en egoísmo, y que su mórbida
devoción al interés personal distaba mucho de ser
verdadera piedad. Esto había despertado su enemistad
contra Jesús, de manera que procuraban obtener por la
fuerza su conformidad a los reglamentos de ellos.
Jesús obraba para aliviar todo caso de sufrimiento que
viese. Tenía poco dinero que dar, pero con frecuencia se
privaba de alimento a fin de aliviar a aquellos que parecían
más necesitados que él. Sus hermanos sentían que la
influencia de él contrarrestaba fuertemente la suya. Poseía
un tacto que ninguno de ellos tenía ni deseaba tener.
Cuando ellos hablaban duramente a los pobres seres
degradados, Jesús buscaba a estas mismas personas y
les dirigía palabras de aliento. Daba un vaso de agua fría a
los menesterosos y ponía quedamente su propia comida
en sus manos. Y mientras aliviaba sus sufrimientos,
asociaba con sus actos de misericordia las verdades que
enseñaba, y así quedaban grabadas en la memoria.
Todo esto desagradaba a sus hermanos. Siendo
mayores que Jesús, les parecía que él debía estar
sometido a sus dictados. Le acusaban de creerse superior
a ellos, y le reprendían por situarse más arriba que los
maestros, sacerdotes y gobernantes del pueblo. Con
frecuencia le amenazaban y trataban de intimidarle; pero él
seguía adelante, haciendo de las Escrituras su guía.
Jesús amaba a sus hermanos y los trataba con bondad
inagotable; pero ellos sentían celos de él y manifestaban la
incredulidad y el desprecio más decididos. No podían
comprender su conducta. Se les presentaban grandes
contradicciones en Jesús. Era el divino Hijo de Dios, y sin
embargo, un niño impotente. Siendo el Creador de los
mundos, la tierra era su posesión; y, sin embargo, la
pobreza le acompañaba a cada paso en esta vida.
Poseía una dignidad e individualidad completamente distintas del
orgullo y arrogancia terrenales; no contendía por la
grandeza mundanal; y estaba contento aun en la posición
más humilde. Esto airaba a sus hermanos. No podían
explicar su constante serenidad bajo las pruebas y las
privaciones. No sabían que por nuestra causa se había
hecho pobre, a fin de que «con su pobreza» fuésemos
«enriquecidos.” (2 Corintios 8: 9) No podían comprender el
misterio de su misión mejor de lo que los amigos de Job
podían comprender su humillación y sufrimiento.
Jesús no era comprendido por sus hermanos, porque no
era como ellos. Sus normas no eran las de ellos. Al mirar a
los hombres, se habían apartado de Dios, y no tenían su
poder en su vida. Las formas religiosas que ellos
observaban, no podían transformar el carácter. Pagaban el
diezmo de «la menta y el eneldo y el comino,» pero omitían
«lo más grave de la ley, es a saber, el juicio y la
misericordia y la fe.» (Mateo 23: 23) El ejemplo de Jesús
era para ellos una continua irritación. El no odiaba sino una
cosa en el mundo, a saber, el pecado. No podía presenciar
un acto malo sin sentir un dolor que le era imposible
ocultar. Entre los formalistas, cuya apariencia santurrona
ocultaba el amor al pecado, y un carácter en el cual el celo
por la gloria de Dios ejercía la supremacía, el contraste era
inequívoco. Por cuanto la vida de Jesús condenaba lo
malo, encontraba oposición tanto en su casa como fuera
de ella. Su abnegación e integridad eran comentadas con
escarnio. Su tolerancia y bondad eran llamadas cobardía.
Entre las amarguras que caen en suerte a la
humanidad, no hubo ninguna que no le tocó a Cristo.
Había quienes trataban de vilipendiarle a causa de su
nacimiento, y aun en su niñez tuvo que hacer frente a sus
miradas escarnecedoras e impías murmuraciones. Si
hubiese respondido con una palabra o mirada impaciente,
si hubiese complacido a sus hermanos con un solo acto
malo, no habría sido un ejemplo perfecto. Así habría
dejado de llevar a cabo el plan de nuestra redención. Si
hubiese admitido siquiera que podía haber una excusa
para el pecado, Satanás habría triunfado, y el mundo se
habría perdido. Esta es la razón por la cual el tentador obró
para hacer su vida tan penosa como fuera posible, a fin de
inducirle a pecar.
Pero para cada tentación tenía una respuesta: «Escrito
está.» Rara vez reprendía algún mal proceder de sus
hermanos, pero tenía alguna palabra de Dios que dirigirles.
Con frecuencia le acusaban de cobardía por negarse a
participar con ellos en algún acto prohibido; pero su
respuesta era: Escrito está: «El temor del Señor es la
sabiduría, y el apartarse del mal la inteligencia.» (Job 28:
28)
Había algunos que buscaban su sociedad, sintiéndose
en paz en su presencia; pero muchos le evitaban, porque
su vida inmaculada los reprendía. Sus jóvenes
compañeros le instaban a hacer como ellos. Era de
carácter alegre; les gustaba su presencia, y daban la
bienvenida a sus prontas sugestiones; pero sus escrúpulos
los impacientaban, y le declaraban estrecho de miras.
Jesús contestaba: Escrito está: «¿Con qué limpiará el joven
su camino? Con guardar tu palabra.» «En mi corazón he
guardado tus dichos, para no pecar contra ti.» (Salmo
119:9, 11, 1-3, 14-16)
Con frecuencia se le preguntaba: ¿Por qué insistes en
ser tan singular, tan diferente de nosotros todos? Escrito
está, decía: «Bienaventurados los perfectos de camino; los
que andan en la ley de Jehová
Bienaventurados los que guardan sus testimonios, y con todo el corazón le buscan:
pues no hacen iniquidad los que andan en sus caminos.»
(Salmo 119: 9, 11, 1-3, 14-16)
Cuando le preguntaban por qué no participaba en las
diversiones de la juventud de Nazaret, decía: Escrito está:
«Heme gozado en el camino de tus testimonios, como
sobre toda riqueza. En tus mandamientos meditaré,
consideraré tus caminos. Recrearéme en tus estatutos: no
me olvidaré de tus palabras.» (Salmo 119: 9,11, 1-3, 14-16)
Jesús no contendía por sus derechos. Con frecuencia
su trabajo resultaba innecesariamente penoso porque era
voluntario y no se quejaba. Sin embargo, no desmayaba ni
se desanimaba. Vivía por encima de estas dificultades,
como en la luz del rostro de Dios. No ejercía represalias
cuando le [69] maltrataban, sino que soportaba
pacientemente los insultos. Repetidas veces se le
preguntaba: ¿Por qué te sometes a tantos desprecios, aun
de parte de tus hermanos? Escrito está, decía: «Hijo mío,
no te olvides de mi ley; y tu corazón guarde mis
mandamientos: porque largura de días, y años de vida y
paz te aumentarán.
Foto: http://bit.ly/1eBU30e