Lectura para hoy:
El Deseado de Todas las Gentes, p. 773-775
Al acercarse a la ciudad de Dios, la escolta de ángeles demanda:
«Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria.» Gozosamente, los centinelas de guardia responden: »
¿Quién es este Rey de gloria?»
Dicen esto, no porque no sepan quién es, sino porque quieren oír la respuesta de sublime loor: «Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla. Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria.» Vuelve a oírse otra vez: «¿Quién es este Rey de gloria?» porque los ángeles no se cansan nunca de oír ensalzar su nombre. Y los
ángeles de la escolta responden: «Jehová de los ejércitos, El es el Rey de la gloria.» (Salmo 24: 7-10)
Entonces los portales de la ciudad de Dios se abren de par en par, y la muchedumbre angélica entra por ellos en medio de una explosión de armonía triunfante. Allí está el trono, y en derredor el arco iris de la promesa. Allí están los querubines y los serafines. Los comandantes de las huestes angélicas, los hijos de Dios, los representantes de los mundos que nunca cayeron, están congregados. El concilio celestial delante del cual Lucifer había acusado a Dios y a su Hijo, los representantes de aquellos reinos sin pecado, sobre los cuales Satanás pensaba establecer su dominio, todos están allí para dar la bienvenida al Redentor. Sienten impaciencia por celebrar su triunfo y glorificar a su Rey. Pero con un ademán, él los detiene. Todavía no; no puede ahora recibir la corona de gloria y el manto real.
Entra a la presencia de su Padre. Señala su cabeza herida, su costado traspasado, sus pies lacerados; alza sus manos que llevan la señal de los clavos. Presenta los trofeos de su triunfo; ofrece a Dios la gavilla de las primicias, aquellos que resucitaron con él como representantes de la gran multitud que saldrá de la tumba en ocasión de su segunda venida. Se acerca al Padre ante quien hay regocijo por un solo pecador que se arrepiente.
Desde antes que fueran echados los cimientos de la tierra, el Padre y el Hijo se habían unido en un pacto
para redimir al hombre en caso de que fuese vencido por Satanás. Habían unido sus manos en un solemne compromiso de que Cristo sería fiador de la especie humana. Cristo había cumplido este compromiso. Cuando sobre la cruz exclamó: «Consumado es,» se dirigió al Padre. El pacto había sido llevado plenamente a cabo. Ahora declara: Padre, consumado es. He hecho tu voluntad, oh Dios mío. He completado la obra de la redención. Si tu justicia está satisfecha, «aquellos que me
has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo.» (Juan 19: 30; 17: 24) Se oye entonces la voz de Dios proclamando que la justicia está satisfecha. Satanás está vencido.
Los hijos de Cristo, que trabajan y luchan en la tierra, son «aceptos en el Amado.» (Efesios 1: 6) Delante de los ángeles celestiales y los representantes de los mundos que no cayeron, son declarados justificados. Donde él esté, allí estará su iglesia. «La misericordia y la verdad se encontraron: la justicia y la paz se besaron.» (Salmo 85:10) Los brazos del Padre rodean a su Hijo, y se da la orden: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.» (Hebreos 1: 6) Con gozo inefable, los principados y las potestades
reconocen la supremacía del Príncipe de la vida. La hueste angélica se postra delante de él, mientras que el alegre clamor llena todos los atrios del cielo: «¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!” (Apocalipsis 5: 12)
Los cantos de triunfo se mezclan con la música de las arpas angelicales, hasta que el cielo parece rebosar de gozo y alabanza. El amor ha vencido. Lo que estaba perdido se ha hallado. El cielo repercute con voces que en armoniosos acentos proclaman: «¡Bendición, y honra y gloria y dominio al que está sentado sobre el trono, y al Cordero, por los siglos de los siglos!» (Apocalipsis 5: 13) Desde aquella escena de gozo celestial, nos llega a la tierra el eco de las palabras admirables de Cristo: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.» (Juan 20: 17)
La familia del cielo y la familia de la tierra son una. Nuestro Señor ascendió para nuestro bien y para nuestro bien vive. «Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» (Hebreos 7: 25)
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