31 de diciembre 2014

Glory
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 773-775

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Al acercarse a la ciudad de Dios, la escolta de ángeles demanda:
«Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria.»
Gozosamente, los centinelas de guardia responden: »
¿Quién es este Rey de gloria?»
Dicen esto, no porque no sepan quién es, sino porque quieren oír la respuesta de sublime loor: «Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla. Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria.» Vuelve a oírse otra vez: «¿Quién es este Rey de gloria?» porque los ángeles no se cansan nunca de oír ensalzar su nombre. Y los
ángeles de la escolta responden: «Jehová de los ejércitos, El es el Rey de la gloria.» (Salmo 24: 7-10)

Entonces los portales de la ciudad de Dios se abren de par en par, y la muchedumbre angélica entra por ellos en medio de una explosión de armonía triunfante. Allí está el trono, y en derredor el arco iris de la promesa. Allí están los querubines y los serafines. Los comandantes de las huestes angélicas, los hijos de Dios, los representantes de los mundos que nunca cayeron, están congregados. El concilio celestial delante del cual Lucifer había acusado a Dios y a su Hijo, los representantes de aquellos reinos sin pecado, sobre los cuales Satanás pensaba establecer su dominio, todos están allí para dar la bienvenida al Redentor. Sienten impaciencia por celebrar su triunfo y glorificar a su Rey. Pero con un ademán, él los detiene. Todavía no; no puede ahora recibir la corona de gloria y el manto real.

Entra a la presencia de su Padre. Señala su cabeza herida, su costado traspasado, sus pies lacerados; alza sus manos que llevan la señal de los clavos. Presenta los trofeos de su triunfo; ofrece a Dios la gavilla de las primicias, aquellos que resucitaron con él como representantes de la gran multitud que saldrá de la tumba en ocasión de su segunda venida. Se acerca al Padre ante quien hay regocijo por un solo pecador que se arrepiente.

Desde antes que fueran echados los cimientos de la tierra, el Padre y el Hijo se habían unido en un pacto
para redimir al hombre en caso de que fuese vencido por Satanás. Habían unido sus manos en un solemne compromiso de que Cristo sería fiador de la especie humana. Cristo había cumplido este compromiso. Cuando sobre la cruz exclamó: «Consumado es,» se dirigió al Padre. El pacto había sido llevado plenamente a cabo. Ahora declara: Padre, consumado es. He hecho tu voluntad, oh Dios mío. He completado la obra de la redención. Si tu justicia está satisfecha, «aquellos que me
has dado, quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo.» (Juan 19: 30; 17: 24) Se oye entonces la voz de Dios proclamando que la justicia está satisfecha. Satanás está vencido.

Los hijos de Cristo, que trabajan y luchan en la tierra, son «aceptos en el Amado.» (Efesios 1: 6) Delante de los ángeles celestiales y los representantes de los mundos que no cayeron, son declarados justificados. Donde él esté, allí estará su iglesia. «La misericordia y la verdad se encontraron: la justicia y la paz se besaron.» (Salmo 85:10) Los brazos del Padre rodean a su Hijo, y se da la orden: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.» (Hebreos 1: 6) Con gozo inefable, los principados y las potestades
reconocen la supremacía del Príncipe de la vida. La hueste angélica se postra delante de él, mientras que el alegre clamor llena todos los atrios del cielo: «¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!” (Apocalipsis 5: 12)

Los cantos de triunfo se mezclan con la música de las arpas angelicales, hasta que el cielo parece rebosar de gozo y alabanza. El amor ha vencido. Lo que estaba perdido se ha hallado. El cielo repercute con voces que en armoniosos acentos proclaman: «¡Bendición, y honra y gloria y dominio al que está sentado sobre el trono, y al Cordero, por los siglos de los siglos!» (Apocalipsis 5: 13) Desde aquella escena de gozo celestial, nos llega a la tierra el eco de las palabras admirables de Cristo: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.» (Juan 20: 17)

La familia del cielo y la familia de la tierra son una. Nuestro Señor ascendió para nuestro bien y para nuestro bien vive. «Por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» (Hebreos 7: 25)

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30 de diciembre 2014

Glory
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 771, 772

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Y mientras él subía, los discípulos, llenos de reverente asombro y esforzando la vista, miraban para alcanzar la última vislumbre de su Salvador que ascendía. Una nube de gloria le ocultó de su vista; y llegaron hasta ellos las palabras: «He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo,» mientras la nube formada por un carro de ángeles le recibía. Al mismo tiempo, flotaban hasta ellos los más dulces y gozosos acordes del coro celestial.

Mientras los discípulos estaban todavía mirando hacia arriba, se dirigieron a ellos unas voces que parecían como  la música más melodiosa. Se dieron vuelta, y vieron a dos ángeles en forma de hombres que les hablaron diciendo: «Varones Galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? este mismo Jesús que ha sido tomado desde vosotros arriba en el cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.»
Estos ángeles pertenecían al grupo que había estado esperando en una nube resplandeciente para escoltar a Jesús hasta su hogar celestial. Eran los más exaltados de la hueste angélica, los dos que habían ido a la tumba en ocasión de la resurrección de Cristo y habían estado con él durante toda su vida en la tierra. Todo el cielo había esperado con impaciencia el fin de la estada de Jesús en un mundo afligido por la maldición del pecado. Ahora había llegado el momento en que el universo celestial iba a recibir a su Rey. ¡Cuánto anhelarían los dos ángeles unirse a la hueste que daba la bienvenida a Jesús! Pero por simpatía y amor hacia aquellos a quienes había dejado atrás, se quedaron para consolarlos.

]»¿No son todos ellos espíritus ministradores, enviados para hacer servicio a favor de los que han de heredar la salvación?» (Hebreos 1: 14) Cristo había ascendido al cielo en forma humana. Los discípulos habían contemplado la nube que le recibió. El mismo Jesús que había andado, hablado y orado con
ellos; que había quebrado el pan con ellos; que había estado con ellos en sus barcos sobre el lago; y que ese mismo día había subido con ellos hasta la cumbre del monte de las Olivas, el mismo Jesús había ido a participar del trono de su Padre. Y los ángeles les habían asegurado que este mismo Jesús a quien habían visto subir al cielo, vendría otra vez como había ascendido. Vendrá «con las nubes, y todo ojo le verá.» «El mismo Señor con aclamación,  con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán.» «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria.» (Apocalipsis 1: 7; 1Tesalonicenses 4: 16; Mateo 25: 31.) Así se cumplirá la promesa que el Señor hizo a sus discípulos: «Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros también estéis.». (Juan 14: 3) Bien podían los discípulos regocijarse en la esperanza del regreso de su Señor.

Cuando los discípulos volvieron a Jerusalén, la gente los miraba con asombro. Después del enjuiciamiento y la crucifixión de Cristo, se había pensado que se mostrarían abatidos y avergonzados. Sus enemigos esperaban ver en su rostro una expresión de pesar y derrota. En vez de eso, había solamente alegría y triunfo. Sus rostros brillaban con una felicidad que no era terrenal. No lloraban por sus esperanzas frustradas; sino que estaban llenos de alabanza y agradecimiento a Dios. Con regocijo, contaban la maravillosa historia de la resurrección de Cristo y su ascensión al cielo, y muchos recibían su testimonio. Los discípulos ya no desconfiaban de lo futuro. Sabían que Jesús estaba en el cielo, y que sus simpatías seguían acompañándolos. Sabían que tenían un amigo cerca del
trono de Dios, y anhelaban presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne reverencia, se postraban en oración, repitiendo la garantía: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre: pedid, y recibiréis, para
que vuestro gozo sea cumplido.» (Juan 16: 23, 24)

Extendían siempre más alto la mano de la fe, con el poderoso argumento: «Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.» (Romanos 8: 34) Y el día de Pentecostés les trajo la plenitud del gozo con la presencia del Consolador, así como Cristo lo había prometido. Todo el cielo estaba esperando para dar la bienvenida al Salvador a los atrios celestiales. Mientras ascendía, iba adelante, y la multitud de cautivos libertados en ocasión de su resurrección le seguía. La hueste celestial, con aclamaciones de alabanza y canto celestial, acompañaba al gozoso séquito.

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29 de diciembre 2014

Ascent
Lectura para hoy:

Lucas 24:50-53
El Deseado de Todas las Gentes, p. 769, 770

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Lucas 24:50-53 (NTV) – La ascensión
50 Entonces Jesús los llevó a Betania, levantó sus manos al cielo y los bendijo. 51 Mientras los bendecía, los dejó y fue levantado al cielo. 52 Entonces ellos lo adoraron y regresaron a Jerusalén
llenos de gran alegría; 53 y pasaban todo su tiempo en el templo,  adorando a Dios.

El Deseado de Todas las Gentes, p. 769, 770

Capítulo 87«A mi Padre y a Vuestro Padre”
Había llegado el tiempo en que Cristo había de ascender al trono de su Padre. Como conquistador divino, había de volver con los trofeos de la victoria a los atrios celestiales. Antes de su muerte, había declarado a su Padre: «He acabado la obra que me diste que hiciese.” (Juan 17: 4) Después de su resurrección, se demoró por un tiempo en la tierra, a fin de que sus discípulos pudiesen familiarizarse con él en su cuerpo resucitado y glorioso. Ahora estaba listo para la despedida.

Había demostrado el hecho de que era un Salvador vivo. Sus discípulos no necesitaban ya asociarle en sus pensamientos con la tumba. Podían pensar en él como glorificado delante del universo celestial. Como lugar de su ascensión, Jesús eligió el sitio con tanta frecuencia santificado por su presencia mientras moraba entre los hombres. Ni el monte de Sión, sitio de la ciudad de David, ni el monte Moria, sitio del templo, había de ser así honrado. Allí Cristo había sido burlado y rechazado. Allí las ondas de la misericordia, que volvían aun con fuerza siempre mayor, habían sido rechazadas por corazones tan duros como una roca. De allí Jesús, cansado y con corazón apesadumbrado, había salido a hallar descanso en el monte de las Olivas. La santa shekinah al apartarse del primer templo, había permanecido sobre la montaña oriental, como si le costase abandonar la ciudad elegida; así Cristo estuvo sobre el monte de las Olivas, contemplando a Jerusalén con corazón anhelante.

Los huertos y vallecitos de la montaña habían sido consagrados por sus oraciones y lágrimas. En sus riscos habían repercutido los triunfantes clamores de la multitud que le proclamaba rey. En su ladera había hallado un hogar con Lázaro en Betania. En el huerto de Getsemaní, que estaba al pie, había orado y agonizado solo. Desde esta montaña había de ascender al cielo. En su cumbre, se asentarán sus pies cuando vuelva. No como varón de dolores, sino como glorioso y triunfante rey, estará sobre el monte de las Olivas mientras que los aleluyas hebreos se mezclen con los hosannas gentiles, y las voces de la grande hueste de los redimidos hagan resonar esta aclamación: Coronadle Señor de todos.

Ahora, con los once discípulos, Jesús se dirigió a la montaña. Mientras pasaban por la puerta de Jerusalén, muchos ojos se fijaron, admirados en este pequeño grupo conducido por Uno que unas semanas antes había sido condenado y crucificado por los príncipes. Los discípulos no sabían que era su ultima entrevista con su Maestro. Jesús dedicó el tiempo a conversar con ellos, repitiendo sus instrucciones anteriores. Al acercarse a Getsemaní, se detuvo, a fin de que pudiesen recordar las lecciones que les había dado la noche de su gran agonía. Volvió a mirar la vid por medio de la cual había representado la unión de su iglesia consigo y con el Padre; volvió a repetir las verdades que había revelado entonces. En todo su derredor había recuerdos de su amor no correspondido.
Aun los discípulos que tan caros eran a su corazón, le habían cubierto de oprobio y abandonado en la hora de su humillación.

Cristo había estado en el mundo durante treinta y tres años; había soportado sus escarnios, insultos y burlas; había sido rechazado y crucificado. Ahora, cuando estaba por ascender al trono de su gloria —mientras pasaba revista a la ingratitud del pueblo que había venido a salvar— ¿no les retirará su simpatía y amor? ¿No se concentrarán sus afectos en aquel reino donde se le aprecia y donde los ángeles sin pecado esperan para cumplir sus órdenes? —No; su promesa a los amados a quienes deja en la tierra es: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» (Mateo 28: 20)

Al llegar al monte de las Olivas, Jesús condujo al grupo a través de la cumbre, hasta llegar cerca de Betania. Allí se detuvo y los discípulos le rodearon. Rayos de luz parecían irradiar de su semblante mientras los miraba con amor. No los reprendió por sus faltas y fracasos; las últimas palabras que oyeron de los labios del Señor fueron palabras de la más profunda ternura. Con las manos extendidas para bendecirlos, como si quisiera asegurarles su cuidado protector, ascendió lentamente de entre ellos, atraído hacia el cielo por un poder más fuerte que cualquier atracción terrenal.

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28 de diciembre 2014

Light
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 766-768

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A los que aseveran tener comunión con Cristo y sin embargo han sido indiferentes a las necesidades de sus semejantes, les declarará en el gran día del juicio: «No os conozco de dónde seáis; apartaos de mí todos los obreros de iniquidad.»

En el mandato dirigido a sus discípulos, Cristo no sólo esbozó su obra, sino que les dio su mensaje. Enseñad al pueblo, dijo, «que guarden todas las cosas que os he mandado.» Los discípulos habían de enseñar lo que Cristo había enseñado. Ello incluye lo que él había dicho, no solamente en persona, sino por todos los profetas y maestros del Antiguo Testamento. Excluye la enseñanza humana. No hay lugar para la tradición, para las teorías y  conclusiones humanas ni para la legislación eclesiástica. Ninguna ley ordenada por la autoridad eclesiástica está incluida en el mandato. Ninguna de estas cosas han de enseñar los siervos de Cristo.

«La ley y los profetas,» con el relato de sus propias palabras y acciones, son el tesoro confiado a los discípulos para ser dado al mundo. El nombre de Cristo es su consigna, su señal de distinción, su vínculo de unión, la autoridad de su conducta y la fuente de su éxito. Nada que no lleve su inscripción ha de ser reconocido en su reino. El Evangelio no ha de ser presentado como una teoría sin vida, sino como una fuerza viva para cambiar la vida. Dios desea que los que reciben su gracia sean testigos de su poder. A aquellos cuya conducta ha sido más ofensiva para él los acepta libremente; cuando se arrepienten, les imparte su Espíritu divino; los coloca en las más altas
posiciones de confianza y los envía al campamento de los desleales a proclamar su misericordia ilimitada.
Quiere que sus siervos atestigüen que por su gracia los hombres pueden poseer un carácter semejante al suyo y que se regocijen en la seguridad de su gran amor. Quiere que
atestigüemos que no puede quedar satisfecho hasta que la familia humana esté reconquistada y restaurada en sus santos privilegios de hijos e hijas.

En Cristo está la ternura del pastor, el afecto del padre y la incomparable gracia del Salvador compasivo. El presenta sus bendiciones en los términos más seductores. No se conforma con anunciar simplemente estas bendiciones; las ofrece de la manera más atrayente, para excitar el deseo de poseerlas. Así han de presentar sus siervos las riquezas de la gloria del don inefable. El maravilloso amor de Cristo enternecerá y subyugará los corazones cuando la simple exposición de las doctrinas no lograría nada. «Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios.» «Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta fuertemente tu voz, anunciadora de Jerusalem; levántala, no temas; di a las ciudades de Judá: ¡Veis aquí el Dios vuestro! . . . Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo cogerá los corderos, y en su seno los llevará.” (Isaías 40: 1, 9-11) Hablad al pueblo de Aquel que es «señalado entre diez mil,» y «todo él codiciable.” (Cantares 5: 10, 16)

Las palabras solas no lo pueden contar. Refléjese en el carácter y manifiéstese en la vida. Cristo está retratándose en cada discípulo. Dios ha predestinado a cada uno a ser conforme «a la imagen de su Hijo.” (Romanos 8: 29) En cada uno, el longánime amor de Cristo, su santidad, mansedumbre, misericordia y verdad, han de manifestarse al mundo. Los primeros discípulos salieron predicando la palabra. Revelaban a Cristo en su vida. Y el Señor obraba con ellos «confirmando la palabra con las señales que se seguían.” (Marcos 16: 20) Estos discípulos se prepararon para su obra. Antes del día de Pentecostés, se reunieron y apartaron todas sus divergencias. Estaban unánimes. Creían la promesa de Cristo de que la bendición sería dada, y oraban con fe. No pedían una bendición solamente para sí mismos; los abrumaba la preocupación por la salvación de las almas. El Evangelio debía proclamarse hasta los últimos confines de la tierra, y ellos pedían que se les dotase del poder que Cristo había prometido. Entonces fue derramado el Espíritu Santo, y millares se convirtieron en un día.

Así también puede ser ahora. En vez de las especulaciones humanas, predíquese la Palabra de Dios.
Pongan a un lado los cristianos sus disensiones y entréguense a Dios para salvar a los perdidos. Pidan con fe la bendición, y la recibirán. El derramamiento del Espíritu en los días apostólicos fue la «lluvia temprana,” (Joel 2: 23) y glorioso fue el resultado. Pero la lluvia «tardía» será más abundante. Todos los que consagran su alma, cuerpo y espíritu a Dios, recibirán constantemente una nueva medida de fuerzas físicas y mentales. Las inagotables provisiones del Cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida. El Espíritu Santo despliega sus más altas energías para obrar en el corazón y la mente. La gracia de Dios amplía y multiplica sus facultades y toda perfección de la naturaleza divina los auxilia en la obra de salvar almas. Por la cooperación con Cristo, son completos en él, y en su debilidad humana son habilitados para hacer las obras de la Omnipotencia.

El Salvador anhela manifestar su gracia e imprimir su carácter en el mundo entero. Es su posesión comprada, y anhela hacer a los hombres libres, puros y santos. Aunque Satanás obra para impedir este propósito, por la sangre derramada para el mundo hay triunfos que han de lograrse y que reportarán gloria a Dios y al Cordero. Cristo no quedará satisfecho hasta que la victoria sea completa, y él
vea «del trabajo de su alma . . . y será saciado.» (Isaías 53: 11) Todas las naciones de la tierra oirán el Evangelio de su gracia. No todos recibirán su gracia; pero «la posteridad le servirá; será ella contada por una generación de Jehová.” (Salmo 22: 30) «El reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por debajo de todos los cielos, será dado al pueblo de los santos del Altísimo,» y «la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como cubren la mar las aguas.» «Y temerán desde el occidente el nombre de Jehová, y desde el nacimiento del sol su gloria.» (Daniel 7:27)

«¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que publica la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salud, del que dice a Sión: Tu Dios reina! . . . Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalem: porque Jehová ha consolado su pueblo…. Jehová desnudó el brazo de su santidad ante los ojos de todas las gentes; y todos los términos de la tierra verán la salud del Dios nuestro.» (Isaías 52: 7-10)

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27 de diciembre 2014

Health
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 762-765

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Tal vez no pueda hablar a las congregaciones, pero puede trabajar para los individuos. Puede comunicarles la instrucción recibida de su Señor. El ministerio no consiste sólo en la predicación. Ministran aquellos que alivian a los enfermos y dolientes, que ayudan a los menesterosos, que dirigen palabras de consuelo a los abatidos y a los de poca fe. Cerca y lejos, hay almas abrumadas por un sentimiento de culpabilidad. No son las penurias, los trabajos ni la pobreza lo que degrada a la humanidad. Es la culpabilidad, el hacer lo malo. Esto trae inquietud y descontento. Cristo quiere que sus siervos ministren a las almas enfermas de pecado.

Los discípulos tenían que comenzar su obra donde estaban. No habían de pasar por alto el campo más duro ni menos promisorio. Así también, todos los que trabajan para Cristo han de empezar donde están. En nuestra propia familia puede haber almas hambrientas de simpatía, que anhelan el pan de vida. Puede haber hijos que han de educarse para Cristo. Hay paganos a nuestra misma puerta. Hagamos fielmente la obra que está más cerca. Luego extiéndanse nuestros esfuerzos hasta donde la
mano de Dios nos conduzca. La obra de muchos puede parecer restringida por las circunstancias; pero
dondequiera que esté, si se cumple con fe y diligencia, se hará sentir hasta las partes más lejanas de la tierra.

La obra que Cristo hizo cuando estaba en la tierra parecía limitarse a un campo estrecho, pero multitudes de todos los países oyeron su mensaje. Con frecuencia Dios emplea los medios más sencillos para obtener los mayores resultados. Es su plan que cada parte de su obra dependa de todas las demás partes, como una rueda dentro de otra rueda, y que actúen todas en armonía. El obrero más humilde, movido por el Espíritu Santo, tocará cuerdas invisibles cuyas vibraciones repercutirán hasta los fines de la tierra, y producirán melodía a través de los siglos eternos. Pero la orden: «Id por todo el mundo» no se ha de olvidar. Somos llamados a mirar las tierras lejanas. Cristo
derriba el muro de separación, el prejuicio divisorio de las nacionalidades, enseña a amar a toda la familia humana. Eleva a los hombres del círculo estrecho que prescribe su egoísmo. Abroga todos los límites territoriales y las distinciones artificiales de la sociedad. No hace diferencia entre vecinos y extraños, entre amigos y enemigos. Nos enseña a mirar a toda alma menesterosa como a nuestro hermano, y al mundo como nuestro campo.

Cuando el Salvador dijo: «Id, y doctrinad a todos los Gentiles,» dijo también: «Estas señales seguirán a los que creyeren: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si
bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.» La promesa es tan abarcante como el mandato. No porque todos los dones hayan de ser impartidos a cada creyente. El Espíritu reparte «particularmente a cada uno como quiere.» (1 Corintios 12: 11) Pero los dones del Espíritu son prometidos a todo creyente conforme a su necesidad para la obra del Señor. La promesa es tan categórica y fidedigna ahora como en los días de los apóstoles. «Estas señales seguirán a los que creyeren.» Tal es el privilegio de los hijos de Dios, y la fe debe echar mano de todo lo que
puede tener como apoyo.

«Sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.» Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. El era en sí mismo la salud y la fuerza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que aquellos que le pedían ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de
Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El Evangelio posee todavía el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy los mismos resultados? Cristo siente los males de todo doliente. Cuando los malos espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan dispuesto a sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. El desea ejercer por ellos su poder curativo.

En las curaciones del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego, y le ordenó: «Ve, lávate en el estanque de Siloé…. Y fue entonces, lavóse, y volvió viendo.» (Juan 9: 7) Lo que curaba era el poder del gran Médico, pero él empleaba medios naturales. Aunque no apoyó el uso de drogas, sancionó el de remedios sencillos y naturales. A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo dijo: «No peques más, porque no te venga alguna cosa peor.» (Juan 5: 14) Así enseñó que la enfermedad es resultado de la violación de las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. El mucho sufrimiento que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador.

Cristo había sido guía y maestro del antiguo Israel, y le enseñó que la salud es la recompensa de la obediencia a las leyes de Dios. El gran Médico que sanó a los enfermos en Palestina había hablado a su pueblo desde la columna de nube, diciéndole lo que debía hacer y lo que Dios haría por ellos. «Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios —dijo,— e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los Egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador.» (Éxodo 15: 26) Cristo dio a Israel instrucciones definidas acerca de sus hábitos de vida y le aseguró: «Quitará Jehová de ti toda enfermedad.» (Deuteronomio 7: 15) Cuando el pueblo cumplió estas condiciones, se le cumplió la promesa. «No hubo en sus tribus enfermo.» (Salmo 105: 37)

Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que deben observar todos los que quieran conservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma. Y debemos enseñar a otros a conservar y recobrar la salud. Para los enfermos, debemos usar los remedios que Dios proveyó en la naturaleza, y debemos señalarles a Aquel que es el único que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico. Debemos echar mano de su promesa, y orar por la manifestación de su poder. La misma esencia del Evangelio es la restauración, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, los imposibilitados y los afligidos
a echar mano de su fuerza.

El poder del amor estaba en todas las obras de curación de Cristo, y únicamente participando de este amor por la fe podemos ser instrumentos apropiados para su obra. Si dejamos de ponernos en relación divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo lugares donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada sólo débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria. Haciendo la obra de Cristo es como la iglesia tiene la promesa de su presencia. Id, doctrinad a todas las naciones, dijo; «y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»

Una de las primeras condiciones para recibir su poder consiste en tomar su yugo. La misma vida de la iglesia depende de su fidelidad en cumplir el mandato del Señor. Descuidar esta obra es exponerse con seguridad a la debilidad y decadencia espirituales. Donde no hay labor activa por los demás, se desvanece el amor, y se empaña la fe. Cristo quiere que sus ministros sean educadores de la
iglesia en la obra evangélica. Han de enseñar a la gente a buscar y salvar a los perdidos. Pero, ¿es ésta la obra que están haciendo? ¡Ay, cuán pocos se esfuerzan para avivar la chispa de vida en una iglesia que está por morir! ¡Cuántas iglesias son atendidas como corderos enfermos por aquellos que debieran estar buscando a las ovejas perdidas! Y mientras tanto millones y millones están pereciendo sin Cristo.

El amor divino ha sido conmovido hasta sus profundidades insondables por causa de los hombres, y los
ángeles se maravillan al contemplar una gratitud meramente superficial en los que son objeto de un amor tan grande. Los ángeles se maravillan al ver el aprecio superficial que tienen los hombres por el amor de Dios. El cielo se indigna al ver la negligencia manifestada en cuanto a las almas de los hombres. ¿Queremos saber cómo lo considera Cristo? ¿Cuáles serían los sentimientos de un padre y una madre si supiesen que su hijo, perdido en el frío y la nieve, había sido pasado de lado y que le dejaron perecer aquellos que podrían haberle salvado? ¿No estarían terriblemente agraviados, indignadísimos? ¿No denunciarían a aquellos homicidas con una ira tan ardiente como sus lágrimas, tan intensa como su amor?

Los sufrimientos de cada hombre son los sufrimientos del Hijo de Dios, y los que no extienden una mano auxiliadora a sus semejantes que perecen, provocan su justa ira. Esta es la ira del Cordero.

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26 de diciembre 2014

Diversity
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 759-761

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El pueblo judío había sido depositario de la verdad sagrada; pero el farisaísmo había hecho de él el más exclusivista, el más fanático de toda la familia humana. Todo lo que se refería a los sacerdotes y príncipes: sus atavíos, costumbres, ceremonias, tradiciones, los incapacitaba para ser la luz del mundo. Se miraban a sí mismos, la nación judía, como el mundo. Pero Cristo comisionó a sus discípulos para que proclamasen una fe y un culto que no encerrasen idea de casta ni de país, una fe que se adaptase a todos los pueblos, todas las naciones, todas las clases de hombres.

Antes de dejar a sus discípulos, Cristo presentó claramente la naturaleza de su reino. Les recordó lo que
les había dicho antes acerca de ello. Declaró que no era su propósito establecer en este mundo un reino temporal, sino un reino espiritual. No iba a reinar como rey terrenal en el trono de David. Volvió a explicarles las Escrituras, demostrando que todo lo que había sufrido había sido ordenado en el cielo, en los concilios celebrados entre el Padre y él mismo. Todo había sido predicho por hombres
inspirados del Espíritu Santo. Dijo: Veis que todo lo que os he revelado acerca de mi rechazamiento como Mesías se ha cumplido. Todo lo que os he dicho acerca de la humillación que iba a soportar y la muerte que iba a sufrir,  se ha verificado. El tercer día resucité. Escudriñad más diligentemente las Escrituras y veréis que en todas estas cosas se ha cumplido lo que especificaba la profecía acerca de mí.

Cristo ordenó a sus discípulos que empezasen en Jerusalén la obra que él había dejado en sus manos.
Jerusalén había sido escenario de su asombrosa condescendencia hacia la familia humana. Allí había
sufrido, había sido rechazado y condenado. La tierra de Judea era el lugar donde había nacido. Allí, vestido con el atavío de la humanidad, había andado con los hombres, y pocos habían discernido cuánto se había acercado el cielo a la tierra cuando Jesús estuvo entre ellos. En Jerusalén
debía empezar la obra de los discípulos. En vista de todo lo que Cristo había sufrido allí, y de que su trabajo no había sido apreciado, los discípulos podrían haber pedido un campo más promisorio; pero no hicieron tal petición. El mismo terreno donde él había esparcido la semilla de la verdad debía ser cultivado por los discípulos, y la semilla brotaría y produciría abundante mies. En su obra, los discípulos habrían de hacer frente a la persecución por los celos y el odio de los judíos; pero esto lo había soportado su Maestro, y ellos no habían de rehuirlo. Los primeros ofrecimientos de la misericordia  debían ser hechos a los homicidas del Salvador.

Había en Jerusalén muchos que creían secretamente en Jesús, y muchos que habían sido engañados por los sacerdotes y príncipes. A éstos también debía presentarse el Evangelio. Debían ser llamados al arrepentimiento. La maravillosa verdad de que sólo por Cristo podía obtenerse la remisión de los pecados debía presentarse claramente. Mientras todos los que estaban en Jerusalén estaban conmovidos por los sucesos emocionantes de las semanas recién transcurridas, la predicación del Evangelio iba a producir la más profunda impresión.  Pero la obra no debía detenerse allí. Había de
extenderse hasta los más remotos confines de la tierra.

Cristo dijo a sus discípulos: Habéis sido testigos de mi vida de abnegación en favor del mundo. Habéis presenciado mis labores para Israel. Aunque no han querido venir a mí para obtener la vida, aunque los sacerdotes y príncipes han hecho de mí lo que quisieron, aunque me rechazaron según lo predecían las Escrituras, deben tener todavía una oportunidad de aceptar al Hijo de Dios. Habéis visto todo lo que me ha sucedido, habéis visto que a todos los que vienen a mí confesando sus pecados yo los recibo libremente. De ninguna manera echaré al que venga a mí. Todos los que quieran pueden ser reconciliados con Dios y recibir la vida eterna. A vosotros, mis discípulos, confío este mensaje de misericordia. Debe proclamarse primero a Israel y luego a todas las naciones, lenguas y pueblos. Debe ser proclamado a judíos y gentiles. Todos los que crean han de ser reunidos en una iglesia.

Mediante el don del Espíritu Santo, los discípulos habían de recibir un poder maravilloso. Su testimonio iba a ser confirmado por señales y prodigios. No sólo los apóstoles iban a hacer milagros, sino también los que recibiesen su mensaje. Cristo dijo: «En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán.» (Marcos 16: 17, 18) En ese tiempo el envenenamiento era corriente. Los hombres  faltos de escrúpulos no vacilaban en suprimir por este medio a los que estorbaban sus ambiciones. Jesús sabía que la vida de sus discípulos estaría así en peligro. Muchos pensarían prestar servicio a Dios dando muerte a sus testigos. Por lo tanto, les prometió protegerlos de este peligro.

Los discípulos iban a tener el mismo poder que Jesús había tenido para sanar «toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.» Al sanar en su nombre las enfermedades del cuerpo, testificarían de su poder para sanar el alma. (Mateo 4: 23; 9: 6) Y se les prometía un nuevo don. Los discípulos tendrían que predicar entre otras naciones, e iban a recibir la facultad de hablar otras lenguas. Los apóstoles y sus asociados eran hombres sin letras, pero por el derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés, su lenguaje, fuese en su idioma o en otro extranjero, era puro, sencillo y exacto, tanto en los vocablos como en el acento. Así dio Cristo su mandato a sus discípulos. Proveyó ampliamente para la prosecución de la obra y tomó sobre sí la responsabilidad de su éxito. Mientras ellos obedeciesen su palabra y trabajasen en relación con él, no podrían fracasar.

Id a todas las naciones, les ordenó. Id hasta las partes más lejanas del globo habitable, pero sabed que mi presencia estará allí. Trabajad con fe y confianza, porque nunca llegará el momento en que yo os abandone. El mandato que dio el Salvador a los discípulos incluía a todos los creyentes en Cristo hasta el fin del tiempo. Es un error fatal suponer que la obra de salvar almas sólo depende del ministro ordenado. Todos aquellos a quienes llegó la inspiración celestial, reciben el Evangelio en cometido. A todos los que reciben la vida de Cristo se les ordena trabajar para la salvación de sus semejantes. La
iglesia fue establecida para esta obra, y todos los que toman sus votos sagrados se comprometen por ello a colaborar con Cristo.

«El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven.» (Apocalipsis 22: 17) Todo aquel que oye ha de repetir la invitación. Cualquiera sea la vocación de uno en la vida, su primer interés debe ser ganar almas para Cristo.

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25 de diciembre 2014

Bautismo
Lectura para hoy:

Mateo 28: 16-20
Marcos 16: 15-20
El Deseado de Todas las Gentes, p. 757, 758

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Mateo 28: 16-20 (NTV)La gran comisión
16 Entonces los once discípulos salieron hacia Galilea y se dirigieron al monte que Jesús les había indicado. 17 Cuando vieron a Jesús, lo adoraron, ¡pero algunos de ellos dudaban! 18 Jesús se acercó y dijo a sus discípulos: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. 19 Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 20 Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos».

Marcos 16: 15-20 (NTV)
15 Entonces les dijo: «Vayan por todo el mundo y prediquen la Buena Noticia a todos. 16 El que crea y sea bautizado será salvo, pero el que se niegue a creer, será condenado. 17 Estas señales milagrosas acompañarán a los que creen: expulsarán demonios en mi nombre y hablarán nuevos idiomas. 18 Podrán tomar serpientes en las manos sin que nada les pase y, si beben algo venenoso, no les hará daño. Pondrán sus manos sobre los enfermos, y ellos sanarán». 19 Cuando el Señor Jesús terminó de hablar con ellos, fue levantado al cielo y se sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios. 20 Y
los discípulos fueron por todas partes y predicaron, y el Señor actuaba por medio de ellos confirmando con muchas señales milagrosas lo que decían.

El Deseado de Todas las Gentes, p. 757, 758
Capítulo 86 – Id, Doctrinad a Todas las Naciones

Estando a sólo un paso de su trono celestial, Cristo dio su mandato a sus discípulos: «Toda potestad me es
dada en el cielo y en la tierra —dijo.— Por tanto, id, y doctrinad a todos los Gentiles.» «Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura.” (Marcos 16: 15)  Repitió varias veces estas palabras a fin de que los discípulos comprendiesen su significado. La luz del cielo debía resplandecer con rayos claros y fuertes sobre todos los habitantes de la tierra, encumbrados y humildes, ricos y pobres. Los discípulos habían de colaborar con su Redentor en la obra de salvar al mundo.

El mandato había sido dado a los doce cuando Cristo se encontró con ellos en el aposento alto; pero debía ser comunicado ahora a un número mayor. En una montaña de Galilea se realizó una reunión, en la cual se congregaron todos los creyentes que pudieron ser llamados. De esta reunión, Cristo mismo había designado, antes de su muerte, la fecha y el lugar. El ángel, al lado de la tumba, recordó a los discípulos la promesa que hiciera de encontrarse con ellos en Galilea. La promesa fue repetida a los creyentes que se habían reunido en Jerusalén durante la semana de la Pascua, y por ellos llegó a muchos otros solitarios que estaban lamentando la muerte de su Señor.

Con intenso interés, esperaban todos la entrevista. Concurrieron al lugar de reunión por caminos
indirectos, viniendo de todas direcciones para evitar la sospecha de los judíos envidiosos. Vinieron con el corazón en suspenso, hablando con fervor unos a otros de las nuevas que habían oído acerca de Cristo.
Al momento fijado, como quinientos creyentes se habían reunido en grupitos en la ladera de la montaña, ansiosos de aprender todo lo que podían de los que habían visto a Cristo desde su resurrección. De un grupo a otro iban los discípulos, contando todo lo que habían visto y oído de Jesús, y razonando de las Escrituras como él lo había hecho con ellos. Tomás  relataba la historia de su incredulidad y contaba cómo sus dudas se habían disipado.

De repente Jesús se presentó en medio de ellos. Nadie podía decir de dónde ni cómo había venido. Nunca antes le habían visto muchos de los presentes, pero en sus manos y sus pies contemplaban las señales de la crucifixión; su semblante era como el rostro de Dios, y cuando lo vieron, le adoraron. Pero algunos dudaban. Siempre será así. Hay quienes encuentran difícil ejercer fe y se colocan del lado de la duda. Los tales pierden mucho por causa de su incredulidad. Esta fue la única entrevista que Jesús tuvo con muchos de los creyentes después de su resurrección. Vino y les habló diciendo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.» Los discípulos le habían adorado antes que hablase, pero sus palabras, al caer de labios que habían sido cerrados por la muerte, los conmovían con un poder singular. Era ahora el Salvador resucitado.

Muchos de ellos le habían visto ejercer su poder sanando a los enfermos y dominando a los agentes satánicos. Creían que poseía poder para establecer su reino en Jerusalén, poder para apagar toda oposición, poder sobre los elementos de la naturaleza. Había calmado las airadas aguas; había andado sobre las ondas coronadas de espuma; había resucitado a los muertos. Ahora declaró que «toda potestad» le era dada. Sus  palabras elevaron los espíritus de sus oyentes por encima de las cosas terrenales y temporales hasta las celestiales y eternas. Les infundieron el más alto concepto de su  dignidad y gloria. Las palabras que pronunciara Cristo en la ladera de la montaña eran el anuncio de que su sacrificio en favor del hombre era definitivo y completo. Las condiciones de la expiación habían sido cumplidas; la obra para la cual había venido a este mundo se había realizado. Se dirigía al trono de Dios, para ser honrado por los ángeles, principados y potestades. Había iniciado su obra de mediación.

Revestido de autoridad ilimitada, dio su mandato a los discípulos: «Id, pues, y haced discípulos entre todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo: enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado: y he aquí que estoy yo con vosotros siempre, hasta la consumación del siglo.»

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24 de diciembre 2014

Cambio
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 753-756

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La primera obra que Cristo confió a Pedro al restaurarle en su ministerio consistía en apacentar a los corderos. Era una obra en la cual Pedro tenía poca experiencia. Iba a requerir gran cuidado y ternura, mucha paciencia y perseverancia. Le llamaba a ministrar a aquellos que fuesen jóvenes en la fe, a enseñar a los ignorantes, a presentarles las Escrituras y educarlos para ser útiles en el servicio de Cristo. Hasta entonces Pedro no había sido apto para hacer esto, ni siquiera para comprender su importancia. Pero ésta era la obra que Jesús le ordenaba hacer ahora. Había sido preparado para ella por el sufrimiento y el arrepentimiento que había experimentado.

Antes de su caída, Pedro había tenido la costumbre de hablar inadvertidamente, bajo el impulso del momento. Siempre estaba listo para corregir a los demás, para expresar su opinión, antes de tener una comprensión clara de sí mismo o de lo que tenía que decir. Pero el Pedro convertido era muy diferente. Conservaba su fervor anterior, pero la gracia de Cristo regía su celo. Ya no era impetuoso, confiado en sí mismo, ni vanidoso, sino sereno dueño de sí y dócil. Podía entonces alimentar tanto a los corderos como a las ovejas del rebaño de Cristo. La manera en que el Salvador trató a Pedro encerraba una lección para él y sus hermanos. Les enseñó a tratar al transgresor con paciencia, simpatía y amor perdonador.

Aunque Pedro había negado a su Señor, el amor de Jesús hacia él no vaciló nunca. Un amor tal debía sentir el subpastor por las ovejas y los corderos confiados a su cuidado. Recordando su propia debilidad y fracaso, Pedro debía tratar con su rebaño tan tiernamente como Cristo le había tratado a él. La pregunta que Cristo había dirigido a Pedro era significativa. Mencionó sólo una condición para ser  discípulo y servir. «¿Me amas?» dijo. Esta es la cualidad esencial. Aunque Pedro poseyese todas las demás, sin el amor de Cristo no podía ser pastor fiel sobre el rebaño del Señor. El conocimiento, la benevolencia, la elocuencia, la gratitud y el celo son todos valiosos auxiliares en la buena obra; pero sin el amor de Jesús en el corazón, la obra del ministro cristiano fracasará seguramente.

Jesús anduvo a solas con Pedro un rato, porque había algo que deseaba comunicarle a él solo. Antes de su muerte, Jesús le había dicho: «Donde yo voy, no me puedes ahora seguir; mas me seguirás después.» A esto Pedro había contestado: «Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? mi alma pondré por ti.» (Juan 13: 36, 37) Cuando dijo esto, no tenía noción de las alturas y profundidades a las cuales le iban a conducir los pies de Cristo. Pedro había fracasado cuando vino la prueba, pero volvía a tener oportunidad de probar su amor hacia Cristo. A fin de que quedase fortalecido para la prueba final de su fe, el Salvador le reveló lo que le esperaba. Le dijo que después de vivir una vida útil, cuando la vejez le restase fuerzas, habría de seguir de veras a su Señor.  Jesús dijo: «Cuando eras más mozo, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Y esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios.»

Jesús dio entonces a conocer a Pedro la manera en que habría de morir. Hasta predijo que serían extendidas sus manos sobre la cruz. Volvió a ordenar a su discípulo: «Sígueme.» Pedro no quedó desalentado por la revelación. Estaba dispuesto a sufrir cualquier muerte por su Señor.

Hasta entonces Pedro había conocido a Cristo según la carne, como muchos le conocen ahora; pero ya no había de quedar así limitado. Ya no le conocía como le había conocido en su trato con él en forma humana. Le había amado como hombre, como maestro enviado del cielo;  ahora le amaba como Dios. Había estado aprendiendo la lección de que para él Cristo era todo en todo. Ahora estaba preparado para participar de la misión de sacrificio de su Señor. Cuando por fin fue llevado a la cruz, fue, a petición suya, crucificado con la cabeza hacia abajo. Pensó que era un honor demasiado grande sufrir de la misma manera en que su Maestro había sufrido. Para Pedro la orden «Sígueme» estaba llena de instrucción. No sólo para su muerte fue dada esta lección, sino para todo paso de su vida. Hasta entonces Pedro había estado inclinado a obrar independientemente. Había procurado hacer planes para la obra de Dios en vez de esperar y seguir el plan de Dios. Pero él no podía ganar nada apresurándose delante del Señor. Jesús le ordena: «Sígueme.» No corras delante de mí. Así no tendrás que arrostrar solo las huestes de Satanás. Déjame ir delante de ti, y entonces no serás vencido por el enemigo.

Mientras Pedro andaba al lado de Jesús, vio que Juan los  estaba siguiendo. Le dominó el deseo de conocer su futuro, y «dice a Jesús: Señor, ¿y éste, qué? Dícele Jesús: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.» Pedro debiera haber considerado que su Señor quería revelarle todo lo que le convenía saber. Es deber de cada uno seguir a Cristo sin preocuparse por la tarea asignada a otros. Al decir acerca de Juan: «Si quiero que él quede hasta que yo venga,» Jesús no aseguró que este discípulo habría de vivir hasta la segunda venida del Señor. Aseveró meramente su poder supremo, y que si él quisiera que fuese así, ello no habría de afectar en manera alguna la obra de Pedro. El futuro de Juan, tanto como el de Pedro, estaba en las manos de su Señor. El deber requerido de cada uno de ellos era que le obedeciesen siguiéndole. ¡Cuántos son hoy semejantes a Pedro! Se interesan en los asuntos de los demás, y anhela conocer su deber mientras que están en peligro de descuidar el propio. Nos incumbe mirar a Cristo y seguirle. Veremos errores en la vida de los demás y defectos en su carácter. La humanidad está llena de flaquezas. Pero en Cristo hallaremos perfección. Contemplándole, seremos transformados.

Juan vivió hasta ser muy anciano. Presenció la destrucción de Jerusalén y la ruina del majestuoso templo, símbolo de la ruina final del mundo. Hasta sus últimos días, Juan siguió de cerca a su Señor. El pensamiento central de su testimonio a las iglesias era: «Carísimos, amémonos unos a otros;» «el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él.» (Juan 4: 7, 16) Pedro había sido restaurado a su apostolado, pero la honra y la autoridad que recibió de Cristo no le dieron supremacía sobre sus hermanos. Cristo dejó bien sentado esto cuando en contestación a la pregunta de Pedro: «¿Y éste, qué?» había dicho: «¿Qué a ti? Sígueme tú.» Pedro no había de ser honrado como cabeza de la iglesia. El favor que Cristo le había manifestado al perdonarle su apostasía y al confiarle la obra de apacentar el rebaño, y la propia fidelidad de Pedro al seguir a Cristo, le granjearon la confianza de sus hermanos. Tuvo mucha influencia en la iglesia. Pero la lección que Cristo le había enseñado a  orillas del mar de Galilea, la conservó Pedro toda su vida.

Escribiendo por el Espíritu Santo a las iglesias, dijo: «Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de las aflicciones de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros  recibiréis la corona incorruptible de gloria.» (1 Pedro 5: 1-4)

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23 de diciembre 2014

Hombre
Lectura para hoy:

El Deseado de Todas las Gentes, p. 751, 752

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Vívidamente recordaban la escena ocurrida al lado del mar cuando Jesús les había ordenado que le siguieran. Recordaban cómo, a su orden, se habían dirigido mar adentro, habían echado la red y habían prendido tantos peces que la llenaban hasta el punto de romperla. Entonces Jesús los había invitado a dejar sus barcos y había prometido hacerlos pescadores de hombres. Con el fin de hacerles recordar esta escena y profundizar su impresión había realizado de nuevo este milagro. Su acto era una renovación del encargo hecho a los discípulos. Demostraba que la muerte de su Maestro no había disminuido su obligación de hacer la obra que les había asignado. Aunque habían de quedar privados de su compañía personal y de los medios de sostén que les proporcionara su empleo anterior, el Salvador resucitado seguiría cuidando de ellos. Mientras estuviesen haciendo su obra, proveería a sus necesidades.

Y Jesús tenía un propósito al invitarlos a echar la red hacia la derecha del barco. De ese lado estaba él, en la orilla. Era el lado de la fe. Si ellos trabajaban en relación con él y se combinaba su poder divino con el esfuerzo humano, no podrían fracasar. Cristo tenía otra lección que dar, especialmente relacionada con Pedro. La forma en que Pedro había negado a su Maestro había ofrecido un vergonzoso contraste con sus anteriores profesiones de lealtad. Había deshonrado a Cristo e incurrido en la desconfianza de sus hermanos. Ellos pensaban que no se le debía permitir asumir su posición anterior entre ellos, y él mismo sentía que había perdido su confianza. Antes de ser llamado a asumir de nuevo su obra apostólica, debía dar delante de todos ellos pruebas de su arrepentimiento. Sin esto, su pecado, aunque se hubiese arrepentido de él, podría destruir su influencia como ministro de Cristo. El Salvador le dio oportunidad de recobrar la confianza de sus hermanos y, en la medida de lo posible, eliminar el oprobio  que había atraído sobre el Evangelio.

En esto es dada una lección para todos los que siguen a Cristo. El Evangelio no transige con el mal. No puede disculpar el pecado. Los pecados secretos han de ser confesados en secreto a Dios. Pero el pecado abierto requiere una confesión abierta. El oprobio que ocasiona el pecado del discípulo recae sobre Cristo. Hace triunfar a Satanás, y tropezar a las almas vacilantes. El discípulo debe, hasta donde esté a su alcance, eliminar ese oprobio dando prueba de su arrepentimiento. Mientras Cristo y los discípulos estaban comiendo juntos a orillas del mar, el Salvador dijo a Pedro, refiriéndose a sus hermanos: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?» Pedro había declarado una vez: «Aunque todos sean escandalizados en ti, yo nunca seré escandalizado.» (Mateo 26: 33) Pero ahora supo estimarse  con más verdad. «Sí, Señor —dijo:— tú sabes que te amo.» No aseguró vehementemente que su amor fuese mayor que el de sus hermanos. No expresó su propia opinión acerca de su devoción. Apeló a Aquel que puede leer todos los motivos del corazón, para que juzgase de su sinceridad: «Tú sabes que te amo.» Y Jesús le ordeno: «Apacienta mis corderos.»

Nuevamente Jesús probó a Pedro, repitiendo sus palabras anteriores: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» Esta vez no preguntó a Pedro si le amaba más que sus hermanos. La segunda respuesta fue como la primera, libre de seguridad extravagante: «Sí, Señor: tú sabes que te amo.» Y Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.» Una vez más el Salvador le dirige la pregunta escrutadora: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?» Pedro se entristeció; pensó que Jesús dudaba de su amor. Sabía que su Maestro tenía motivos para desconfiar de él, y con corazón dolorido contestó: «Señor, tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo.» Y Jesús volvió a decirle: «Apacienta mis ovejas.»  Tres veces había negado Pedro abiertamente a su Señor, y tres veces Jesús obtuvo de él la seguridad de su amor y lealtad, haciendo penetrar en su corazón esta aguda pregunta, como una saeta armada de púas que penetrase en su herido corazón. Delante de los discípulos congregados, Jesús reveló la profundidad del arrepentimiento de Pedro, y demostró cuán cabalmente humillado se hallaba el discípulo una vez jactancioso.

Pedro era naturalmente audaz e impulsivo, y Satanás se había valido de estas características para vencerle. Precisamente antes de la caída de Pedro, Jesús le había dicho: «Satanás os ha pedido para zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte: y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.» (Lucas 22: 31, 32) Había llegado ese momento, y era evidente la transformación realizada en Pedro. Las preguntas tan apremiantes por las cuales el Señor le había probado, no habían arrancado una sola respuesta impetuosa o vanidosa; y a causa de su humillación y arrepentimiento, Pedro estaba mejor preparado que nunca antes para actuar como pastor del rebaño.

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22 de diciembre 2014

Sunrise
Lectura para hoy:

Juan 21 (RVR1960) – Jesús se aparece a siete de sus discípulos

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1 Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a sus discípulos junto al mar de Tiberias; y se manifestó de esta manera: 2 Estaban juntos Simón Pedro, Tomás llamado el Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos de sus discípulos. 3 Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo. Fueron, y entraron en una barca; y aquella noche no pescaron nada.

4 Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús. 5 Y les dijo: Hijitos, ¿tenéis algo de comer? Le respondieron: No. 6 Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces. 7 Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de ella), y se echó al mar. 8 Y los otros discípulos vinieron con la barca, arrastrando la red de peces, pues no distaban de tierra sino como doscientos codos.

9  Al descender a tierra, vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan. 10  Jesús les dijo: Traed de los peces que acabáis de pescar. 11 Subió Simón Pedro, y sacó la red a tierra, llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres; y aun siendo tantos, la red no se rompió. 12 Les dijo Jesús: Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? sabiendo que era el Señor. 13 Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado. 14 Ésta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos.

Apacienta mis ovejas
15 Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos. 16 Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. 17 Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeción de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. 18De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. 19 Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.

El discípulo amado
20 Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? 21 Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste? 22 Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú. 23 Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le  dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? 24 Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. 25 Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén.

El Deseado de Todas las Gentes, p. 749, 750
Capítulo 85 –
De Nuevo a Orillas del Mar
Jesús había citado a sus discípulos a una reunión con él en Galilea; y poco después que terminara la semana de Pascua, ellos dirigieron sus pasos hacia allá. Su ausencia de Jerusalén durante la fiesta habría sido interpretada como desafecto y herejía, por lo cual permanecieron hasta el fin; pero una vez terminada esa fiesta, se dirigieron gozosamente hacia su casa para encontrarse con el  Salvador, según él se lo había indicado.

Siete de los discípulos estaban juntos. Iban vestidos con el humilde atavío de los pescadores; eran pobres en bienes de este mundo, pero ricos en el conocimiento y la práctica de la verdad, lo cual a la vista del Cielo les daba el más alto puesto como maestros. No habían estudiado en las escuelas de los profetas, pero durante tres años habían sido enseñados por el mayor educador que el mundo hubiese conocido. Bajo su instrucción habían llegado a ser agentes elevados, inteligentes y refinados, capaces de conducir a los hombres al conocimiento de la verdad.

Gran parte del ministerio de Cristo había transcurrido cerca del mar de Galilea. Al reunirse los discípulos en un lugar donde no era probable que se los perturbase, se encontraron rodeados por los recuerdos de Jesús y de sus obras poderosas. Sobre este mar, donde su corazón se había llenado una vez de terror y la fiera tempestad parecía a punto de lanzarlos a la muerte, Jesús había caminado sobre las ondas para ir a rescatarlos. Allí la tempestad había sido calmada por su palabra. A su vista estaba la playa donde más de diez mil personas habían sido alimentadas con algunos pocos panes y pececillos.

No lejos de allí estaba Capernaúm, escenario de tantos milagros. Mientras los discípulos miraban la escena, embargaban su espíritu los recuerdos de las palabras y acciones de su Salvador. La noche era agradable, y Pedro, que todavía amaba mucho sus botes y la pesca, propuso salir al mar y echar sus redes. Todos acordaron participar en este plan; necesitaban el alimento y las ropas que la pesca de una noche de éxito podría proporcionarles. Así que salieron ensu barco, pero no prendieron nada. Trabajaron toda la noche sin éxito. Durante las largas horas, hablaron de su Señor ausente y recordaron las escenas maravillosas que habían presenciado durante su ministerio a orillas del mar. Se hacían preguntas en cuanto a su propio futuro, y se entristecían al contemplar la perspectiva que se les presentaba.

Mientras tanto un observador solitario, invisible, los seguía con los ojos desde la orilla. Al fin, amaneció. El barco estaba cerca de la orilla, y los discípulos vieron de pie sobre la playa a un extraño que los recibió con la pregunta: «Mozos, ¿tenéis algo de comer?» Cuando contestaron: «No,» «él les dice: Echad la red a la mano  derecha del barco, y hallaréis. Entonces la echaron, y no la podían en ninguna manera sacar, por la multitud de peces.» Juan reconoció al extraño, y le dijo a Pedro: «El Señor es.» Pedro se regocijó de tal manera que en su apresuramiento se echó al agua y pronto estuvo al lado de su Maestro. Los otros discípulos vinieron en el barco arrastrando la red llena de peces. «Y como descendieron a tierra, vieron ascuas puestas, y un pez encima de ellas, y pan.»

Estaban demasiado asombrados para preguntar de dónde venían el fuego y la comida. «Díceles Jesús: Traed de los peces que cogisteis ahora.» Pedro corrió hacia la red, que él había echado y ayudado a sus hermanos a arrastrar hacia la orilla. Después de terminado el trabajo y hechos los preparativos, Jesús invitó a los discípulos a venir y comer. Partió el alimento y lo dividió entre ellos, y fue conocido y reconocido por los siete. Recordaron entonces el milagro de cómo habían sido alimentadas las cinco mil personas en la ladera del monte; pero los dominaba una misteriosa reverencia, y en silencio miraban al Salvador resucitado.

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