Lectura para hoy:
El Deseado de Todas las Gentes, p. 630 -635
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El pámpano está injertado en la vid viviente, y fibra tras fibra, vena tras vena, va creciendo en el tronco. La vida de la vid llega a ser la vida del pámpano. Así también el alma muerta en delitos y pecados recibe vida por su unión con Cristo. Por la fe en él como Salvador personal, se forma esa unión. El pecador une su debilidad a la fuerza de Cristo, su vacuidad a la plenitud de Cristo, su fragilidad a la perdurable potencia de Cristo. Entonces tiene el sentir de Cristo. La humanidad de Cristo ha tocado nuestra humanidad, y nuestra humanidad ha tocado la divinidad. Así, por la intervención del Espíritu Santo, el hombre viene a ser participante de la naturaleza divina. Es acepto en el Amado.
Esta unión con Cristo, una vez formada, debe ser mantenida. Cristo dijo: «Estad en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto de si mismo, si no estuviera en la vid; así ni vosotros, si no estuvierais en mí.» Este no es un contacto casual, ninguna unión que se realiza y se corta luego. El sarmiento llega a ser parte de la vid viviente. La comunicación de la vida, la fuerza y el carácter fructífero de la raíz a las ramas se verifica en forma constante y sin obstrucción. Separado de la vid, el sarmiento no puede vivir. Así tampoco, dijo Jesús, podéis vivir separados de mí. La vida que habéis recibido de mí puede conservarse únicamente por la comunión continua. Sin mí, no podéis vencer un solo pecado, ni resistir una sola tentación.
«Estad en mí, y yo en vosotros.» El estar en Cristo significa recibir constantemente de su Espíritu, una vida de entrega sin reservas a su servicio. El conducto de comunicación debe mantenerse continuamente abierto entre el hombre y su Dios. Como el sarmiento de la vid recibe constantemente de la savia de la vid viviente, así hemos de aferrarnos a Jesús y recibir de él por la fe la fuerza y la perfección de su propio carácter.
La raíz envía su nutrición por el sarmiento a la ramificación más lejana. Así comunica Cristo la corriente de su fuerza vital a todo creyente. Mientras el alma esté unida con Cristo, no hay peligro de que se marchite o decaiga. La vida de la vid se manifestará en el fragante fruto de los sarmientos. «El que está en mí —dijo Jesús,— y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer.« Cuando vivamos por la fe en el Hijo de Dios, los frutos del Espíritu se verán en nuestra vida; no faltará uno solo.
«Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mi no lleva fruto, le quitará.» Aunque el injerto esté unido exteriormente con la vid, puede faltar la conexión vital. Entonces no habrá crecimiento ni frutos. Puede haber una relación aparente con Cristo, sin verdadera unión con él por la fe. El profesar la religión coloca a los hombres en la iglesia, pero el carácter y la conducta demuestran si están unidos con Cristo. Si no llevan fruto, son pámpanos falsos. Su separación de Cristo entraña una ruina tan completa como la representada por el sarmiento muerto.
«El que en mí no estuviere —dijo Cristo,— será echado fuera como mal pámpano, y se secará; y los cogen, y los echan en el fuego, y arden.» «Todo pámpano… que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.» De los doce escogidos que hablan seguido a Jesús, uno estaba por ser sacado como rama seca, el resto iba a pasar bajo la podadera de la amarga prueba. Con solemne ternura, Jesús explicó el propósito del labrador.
La poda causará dolor, pero es el Padre quien la realiza. El no trabaja con mano despiadada y corazón indiferente. Hay ramas que se arrastran por el suelo; y tienen que ser separadas de los apoyos terrenales en que sus zarcillos se han enredado. Han de dirigirse hacia el cielo y hallar su apoyo en Dios. El follaje excesivo que desvía de la fruta la corriente vital, debe ser suprimido. El exceso de crecimiento debe ser cortado, para que puedan penetrar los senadores rayos del Sol de justicia. El labrador poda lo que perjudica, a fin de que la fruta pueda ser más rica y abundante.
«En esto es glorificado mi Padre —dijo Jesús,— en que llevéis mucho fruto.» Dios desea manifestar por vosotros la santidad, la benevolencia, la compasión de su propio carácter. Sin embargo, el Salvador no invita a los discípulos a trabajar para llevar fruto. Les dice que permanezcan en él. «Si estuvierais en mí —dice El,— y mis palabras estuvieron en vosotros, pedid todo lo que quisierais, y os será hecho.» Por la Palabra es como Cristo mora en sus seguidores. Es la misma unión vital representada por comer su carne y beber su sangre. Las palabras de Cristo son espíritu y vida. Al recibirlas, recibís la vida de la vid. Vivís «con toda palabra que sale de la boca de Dios.» (Mateo 4: 4) La vida de Cristo en vosotros produce los mismos frutos que en él. Viviendo en Cristo, adhiriéndoos a Cristo, sostenidos por Cristo, recibiendo alimento de Cristo, lleváis fruto según la semejanza de Cristo.
En esta última reunión con sus discípulos, el gran deseo que Cristo expresó por ellos era que se amasen unos a otros como él los había amado. En varias ocasiones habló de esto. «Esto os mando —dijo repetidas veces:— Que os améis los unos a los otros.» Su primer mandato, cuando estuvo a solas con ellos en el aposento alto, fue: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros.» Para los discípulos, este mandamiento era nuevo; porque no se habían amado unos a otros como Cristo los había amado. El veía que nuevas ideas e impulsos debían gobernarlos; que debían practicar nuevos principios; por su vida y su muerte iban a recibir un nuevo concepto del amor.
El mandato de amarse unos a otros tenía nuevo significado a la luz de su abnegación. Toda la obra de la gracia es un continuo servicio de amor, de esfuerzo desinteresado y abnegado. Durante toda hora de la estada de Cristo en la tierra, el amor de Dios fluía de él en raudales incontenibles. Todos los que sean dotados de su Espíritu amarán como él amó. El mismo principio que animó a Cristo los animará en todo su trato mutuo. Este amor es la evidencia de su discipulado. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos —dijo Jesús,— si tuviereis amor los unos con los otros.»
Cuando los hombres no están vinculados por la fuerza o los intereses propios, sino por el amor, manifiestan la obra de una influencia que está por encima de toda influencia humana. Donde existe esta unidad, constituye una evidencia de que la imagen de Dios se está restaurando en la humanidad, que ha sido implantado un nuevo principio de vida. Muestra que hay poder en la naturaleza divina para resistir a los agentes sobrenaturales del mal, y que la gracia de Dios subyuga el egoísmo inherente en el corazón natural. Este amor, manifestado en la iglesia, despertará seguramente la ira de Satanás. Cristo no trazó a sus discípulos una senda fácil. «Si el mundo os aborrece — dijo,— sabed que a mi me aborreció antes que a vosotros.
Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; mas porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: No es el siervo mayor que su Señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros perseguirán: si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.» El Evangelio ha de ser proclamado mediante una guerra agresiva, en medio de oposición, peligros, pérdidas y sufrimientos. Pero los que hacen esta obra están tan sólo siguiendo los pasos de su Maestro.
Como Redentor del mundo, Cristo arrostraba constantemente lo que parecía ser el fracaso. El, el mensajero de misericordia en nuestro mundo, parecía realizar sólo una pequeña parte de la obra elevadora y salvadora que anhelaba hacer. Las influencias satánicas estaban obrando constantemente para oponerse a su avance. Pero no quiso desanimarse. Por la profecía de Isaías declara: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mi fortaleza; mas mi juicio está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios… Bien que Israel no se juntará, con todo, estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fortaleza.»
A Cristo se dirige la promesa: «Así ha dicho Jehová, Redentor de Israel, el Santo suyo, al menospreciado de alma, al abominado de las gentes. … Así dijo Jehová: … guardarte he, y te daré por alianza del pueblo, para que levantes la tierra, para que heredes asoladas heredades; para que digas a los presos: Salid; y a los que están en tinieblas: Manifestaos. . . No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guiará, y los conducirá a manaderos de aguas.» (Isaías 49 :4, 5, 7-10) Jesús confió en esta palabra, y no dio a Satanás ventaja alguna. Cuando iba a dar los últimos pasos en su humillación, cuando estaba por rodear su alma la tristeza más profunda, dijo a sus discípulos: «Viene el príncipe de este mundo; mas no tiene nada en mí.» «El príncipe de este mundo es juzgado.» Ahora será echado. (Juan 14: 30; 16: 11; 12: 31)
Con ojo profético, Cristo vio las escenas que iban a desarrollarse en su último gran conflicto. Sabía que cuando exclamase: «Consumado es,» todo el cielo triunfaría. Su oído percibió la lejana música y los gritos de victoria en los atrios celestiales. El sabía que el toque de muerte del imperio de Satanás resonaría entonces, y que el nombre de Cristo sería pregonado de un mundo al otro por todo el universo. Cristo se regocijó de que podía hacer más en favor de sus discípulos de lo que ellos podían pedir o pensar.
Habló con seguridad sabiendo que se había promulgado un decreto todopoderoso antes que el mundo fuese creado. Sabía que la verdad, armada con la omnipotencia del Espíritu Santo, vencería en la contienda con el mal; y que el estandarte manchado de sangre ondearía triunfantemente sobre sus seguidores. Sabía que la vida de los discípulos que confiasen en él seria como la suya, una serie de victorias sin interrupción, no vistas como tales aquí, pero reconocidas así en el gran más allá. «Estas cosas os he hablado —dijo,— para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción: mas confiad, yo he vencido al mundo.»
Cristo no desmayó ni se desalentó, y sus seguidores han de manifestar una fe de la misma naturaleza perdurable. Han de vivir como él vivió y obrar como él obró, porque dependen de él como el gran artífice y Maestro. Deben poseer valor, energía y perseverancia. Aunque obstruyan su camino imposibilidades aparentes, por su gracia han de seguir adelante. En vez de deplorar las dificultades, son llamados a superarlas. No han de desesperar de nada, sino esperarlo todo. Con la áurea cadena de su amor incomparable, Cristo los ha vinculado al trono de Dios. Quiere que sea suya la más alta influencia del universo, que mana de la fuente de todo poder. Han de tener poder para resistir el mal, un poder que ni la tierra, ni la muerte ni el infierno pueden dominar, un poder que los habilitará para vencer como Cristo venció.
Cristo quiere que estén representados en su iglesia en la tierra el orden celestial, el plan de gobierno celestial, la armonía divina del cielo. Así queda glorificado en los suyos. Mediante ellos resplandecerá ante el mundo el Sol de justicia con un brillo que no se empañará. Cristo dio a su iglesia amplias facilidades, a fin de recibir ingente rédito de gloria de su posesión comprado y redimida. Ha otorgado a los suyos capacidades y bendiciones para que representen su propia suficiencia. La iglesia dotada de la justicia de Cristo es su depositaria, en la cual las riquezas de su misericordia y su gracia y su amor han de aparecer en plena y final manifestación. Cristo mira a su pueblo en su pureza y perfección como la recompensa de su humillación y el suplemento de su gloria, siendo él mismo el gran Centro, del cual irradia toda gloria.
Con palabras enérgicas y llenas de esperanza, el Salvador terminó sus instrucciones. Luego volcó la cara de su alma en una oración por sus discípulos. Elevando los ojos al cielo, dijo: «Padre la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado la potestad de toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste.
Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado.»
Cristo había concluido la obra que se le había confiado. Había glorificado a Dios en la tierra. Había manifestado el nombre del Padre. Había reunido a aquellos que habían de continuar su obra entre los hombres. Y dijo: «Yo soy glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo, mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. ¡Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que ellos sean uno, así como nosotros lo somos!» Así, con el lenguaje de quien tenía autoridad divina, Cristo entregó a su electa iglesia en los brazos del Padre. Como consagrado sumo sacerdote, intercedió por los suyos. Como fiel pastor, reunió a su rebaño bajo la sombra del Todopoderoso, en el fuerte y seguro refugio. A él le aguardaba la última batalla con Satanás, y salió para hacerle frente.
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