31 de octubre 2014

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Lectura para hoy:

Marcos 14: 53 – 72
El Deseado de Todas las Gentes, p. 647

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Marcos 14: 53 – 72 (NTV) – Jesús ante el Concilio
53 Llevaron a Jesús a la casa del sumo sacerdote, donde se habían reunido los principales sacerdotes, los ancianos y los maestros de la ley religiosa. 54 Mientras tanto, Pedro lo siguió de lejos y entró directamente al patio del sumo sacerdote. Allí se sentó con los guardias para calentarse junto a la fogata. 55 Adentro, los principales sacerdotes y todo el Concilio Supremo intentaban encontrar pruebas contra Jesús para poder ejecutarlo, pero no pudieron encontrar ninguna. 56 Había muchos falsos testigos que hablaban en contra de él, pero todos se contradecían.

57 Finalmente unos hombres se pusieron de pie y dieron el siguiente falso testimonio:
58 Nosotros lo oímos decir: “Yo destruiré este templo hecho con manos humanas y en tres días construiré otro, no hecho con manos humanas”». 59 ¡Pero aun así sus relatos no coincidían!
60 Entonces el sumo sacerdote se puso de pie ante todos y le preguntó a Jesús: «Bien, ¿no vas a responder a estos cargos? ¿Qué tienes que decir a tu favor?». 61 Pero Jesús se mantuvo callado y no contestó. Entonces el sumo sacerdote le preguntó: —¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? 62 Jesús dijo:—Yo Soy. Y ustedes verán al Hijo del Hombre sentado en el lugar de poder, a la derecha de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.

63 Entonces el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras en señal de horror y dijo: «¿Para qué necesitamos más testigos? 64 Todos han oído la blasfemia que dijo. ¿Cuál es el veredicto?».«¡Culpable! —gritaron todos—. ¡Merece morir!». 65 Entonces algunos comenzaron a escupirle, y le vendaron los ojos y le daban puñetazos. «¡Profetízanos!», se burlaban. Y los guardias lo abofeteaban mientras se lo llevaban.

Pedro niega a Jesús
66 Mientras tanto, Pedro estaba abajo, en el patio. Una de las sirvientas que trabajaba para el sumo sacerdote pasó 67 y vio que Pedro se calentaba junto a la fogata. Se quedó mirándolo y dijo:—Tú eres uno de los que estaban con Jesús de Nazaret. 68 Pero Pedro lo negó y dijo: —No sé de qué hablas. Y salió afuera, a la entrada. En ese instante, cantó un gallo. 69 Cuando la sirvienta vio a Pedro parado allí, comenzó a decirles a los otros: «¡No hay duda de que este hombre es uno de ellos!». 70 Pero Pedro lo negó otra vez. Un poco más tarde, algunos de los otros que estaban allí confrontaron a Pedro y dijeron: —Seguro que tú eres uno de ellos, porque eres galileo. 71 Pedro juró: —¡Que me caiga una maldición si les miento! ¡No conozco a ese hombre del que hablan!

72 Inmediatamente, el gallo cantó por segunda vez. De repente, las palabras de Jesúspasaro n rápidamente por la mente de Pedro: «Antes de que cante el gallo dos veces, negarás tres veces que me conoces»; y se echó a llorar.

El Deseado de Todas las Gentes, p. 647

Capítulo 75 – Ante Annás y Caifás

Llevaron apresuradamente a Jesús al otro lado del arroyo Cedrón, más allá de los huertos y olivares, y a través de las silenciosas calles de la ciudad dormida. Era más de medianoche, y los clamores de la turba aullante que le seguía rasgaban bruscamente el silencio nocturno.

El Salvador iba atado y cuidadosamente custodiado, y se movía penosamente. Pero con apresuramiento, sus apresadores se dirigieron con él al palacio de Annás, el ex sumo sacerdote. Annás era cabeza de la familia sacerdotal en ejercicio, y por deferencia a su edad, el pueblo lo reconocía como sumo sacerdote. Se buscaban y ejecutaban sus consejos como voz de Dios. A él debía ser presentado primero Jesús como cautivo del poder sacerdotal. El debía estar presente al ser examinado el preso, por temor a que Caifás, hombre de menos experiencia, no lograse el objeto que buscaban.

En esta ocasión, había que valerse de la arteria y sutileza de Annás, porque había que obtener sin falta la condenación de Jesús. Cristo iba a ser juzgado formalmente ante el Sanedrín; pero se le sometió a un juicio preliminar delante de Annás. Bajo el gobierno romano, el Sanedrín no podía ejecutar la sentencia de muerte. Podía tan sólo examinar a un preso y dar su fallo, que debía ser ratificado por las autoridades romanas. Era, pues, necesario presentar contra Cristo acusaciones que fuesen consideradas como criminales por los romanos. También debía hallarse una acusación que le condenase ante los judíos.

No pocos de entre los sacerdotes y gobernantes habían sido convencidos por la enseñanza de Cristo, y sólo el temor de la excomunión les impedía confesarle. Los sacerdotes se acordaban muy bien de la pregunta que había hecho Nicodemo: «¿Juzga nuestra ley a hombre, si primero no oyere de él, y entendiera lo que ha hecho?» (Juan 7: 51) Esta pregunta había producido  momentáneamente la disolución del concilio y estorbado sus planes.

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30 de octubre 2014

Concilio
Lectura para hoy:
 
Mateo 26: 57 – 75 (RVR 1960)

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Jesús ante el concilio
57 Los que prendieron a Jesús le llevaron al sumo sacerdote Caifás, adonde estaban reunidos los escribas y los ancianos. 58 Mas Pedro le seguía de lejos hasta el patio del sumo sacerdote; y entrando, se sentó con los alguaciles, para ver el fin. 59 Y los principales sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte, 60 y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban. Pero al fin vinieron dos testigos falsos, 61 que dijeron: Éste dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo. 62 Y levantándose el sumo sacerdote, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? 63 Mas Jesús callaba.

Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. 64 Jesús le dijo: Tú lo has dicho y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. 65 Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. 66 ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte! 67 Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban, 68 diciendo: Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó.

Pedro niega a Jesús
69 Pedro estaba sentado fuera en el patio; y se le acercó una criada, diciendo: Tú también estabas con Jesús el galileo. 70 Mas él negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices. 71 Saliendo él a la puerta, le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. 72 Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre. 73 Un poco después, acercándose los que por allí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre. 74 Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre. Y en seguida cantó el gallo. 75 Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente.

 

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29 de octubre 2014

Light
Lectura para hoy:
 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 645, 646

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Jesús le dijo: «Amigo, ¿a qué vienes?» Su voz temblaba de pesar al añadir: «Judas, ¿con beso entregas al Hijo del hombre?»
Esta súplica debiera haber despertado la conciencia del traidor y conmovido su obstinado corazón; pero le habían abandonado la honra, la fidelidad y la ternura humana. Se mostró audaz y desafiador, sin disposición a enternecerse. Se había entregado a Satanás y no podía resistirle. Jesús no rechazó el beso del traidor. La turba se envalentonó al ver a Judas tocar la persona de Aquel que había estado glorificado ante sus ojos tan poco tiempo antes. Se apoderó entonces de Jesús y procedió a atar aquellas preciosas manos que siempre se habían dedicado a hacer bien.

Los discípulos hablan pensado que su Maestro no se dejaría prender. Porque el mismo poder que había hecho caer como muertos a esos hombres podía dominarlos hasta que Jesús y sus compañeros escapasen. Se quedaron chasqueados e indignados al ver sacar las cuerdas para atar las manos de Aquel a quien amaban. En su ira, Pedro sacó impulsivamente su espada y trató de defender a su Maestro, pero no logró sino cortar una oreja del siervo del sumo sacerdote. Cuando Jesús vio lo que había hecho, libró sus manos, aunque eran sujetadas firmemente por los soldados romanos, y diciendo: «Dejad hasta aquí,» tocó la oreja herida, Y ésta quedó inmediatamente sana. Dijo luego a Pedro: «Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y él me daría más de doce legiones de ángeles?» —una legión en lugar de cada uno de los discípulos— Pero los discípulos se preguntaban: ¿Oh, por qué no se salva a sí mismo y a nosotros? Contestando a su pensamiento inexpresado, añadió: «¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras, que así conviene que sea hecho?» «El vaso que el Padre me ha dado, ¿no lo tengo de beber?»

La dignidad oficial de los dirigentes judíos no les había impedido unirse al perseguimiento de Jesús. Su arresto era un asunto demasiado importante para confiarlo a subordinados; así que los astutos sacerdotes y ancianos se habían unido a  la policía del templo y a la turba para seguir a Judas hasta Getsemaní. ¡Qué compañía para estos dignatarios: una turba ávida de excitación y armada con toda clase de instrumentos como para perseguir a una fiera!

Volviéndose a los sacerdotes y ancianos, Jesús fijó sobre ellos su mirada escrutadora. Mientras viviesen, no se olvidarían de las palabras que pronunciara. Eran como agudas saetas del Todopoderoso. Con dignidad dijo: Salisteis contra mí con espadas y palos como contra un ladrón. Día tras día estaba sentado enseñando en el templo. Tuvisteis toda oportunidad de echarme mano, y nada hicisteis. La noche se adapta mejor para vuestra obra. «Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas.» Los discípulos quedaron aterrorizados al ver que Jesús permitía que se le prendiese y atase. Se ofendieron porque sufría esta humillación para si y para ellos. No podían comprender su conducta, y le inculpaban por someterse a la turba. En su indignación y temor, Pedro propuso que se salvasen a si mismos. Siguiendo esta sugestión, «todos los discípulos huyeron, dejándole.» Pero Cristo había predicho esta deserción. «He aquí había dicho, la hora viene, y ha venido, que seréis esparcidos cada uno por su parte, y me dejaréis solo: mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo.» (Juan 16: 32)

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28 de octubre 2014

Agonía

Lectura para hoy: 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 641 – 644

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El primer impulso de los discípulos fue ir hacia él; pero les había invitado a quedarse allí velando y orando. Cuando Jesús vino a ellos, los halló otra vez dormidos. Otra vez había sentido un anhelo de compañía, de oír de sus discípulos algunas palabras que le aliviasen y quebrantasen el ensalmo de las tinieblas que casi le dominaban. Pero «los dos de ellos estaban cargados; y no sabían qué responderle.»

Su presencia los despertó.Vieron su rostro surcado por el sangriento sudor de la agonía, y se llenaron de temor. No podían comprender su angustia mental. «Tan desfigurado, era su aspecto más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adán.» (Isaías 52: 14) Apartándose, Jesús volvió a su lugar de retiro y cayó postrado, vencido por el horror de una gran obscuridad. La humanidad del Hijo de Dios temblaba en esa hora penosa. Oraba ahora no por sus discípulos, para que su fe no faltase, sino por su propia alma tentada y agonizante.

Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aun ahora negarse a beber la copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre pereciese en su iniquidad. Podía decir: Reciba el transgresor la penalidad de su pecado, y yo volveré a mi Padre. ¿Beberá el Hijo de Dios la amarga copa de la humillación y la agonía? ¿Sufrirá el inocente las consecuencias de la maldición del pecado, para salvar a los culpables?

Las palabras caen temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: «Padre mío, si no puede este vaso pasar de mi sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.» Tres veces repitió esta oración. Tres veces rehuyó su humanidad el último y culminante sacrificio, pero ahora surge delante del Redentor del mundo la historia de la familia humana. Ve que los transgresores de la ley, abandonados a si mismos, tendrían que perecer. Ve la impotencia del hombre. Ve el poder del pecado. Los ayes y lamentos de un mundo condenado surgen delante de él. Contempla la suerte que le tocaría, y su decisión queda hecha. Salvará al hombre, sea cual fuere el costo. Acepta su bautismo de sangre, a fin de que por él los millones que perecen puedan obtener vida eterna. Dejó los atrios celestiales, donde todo es pureza, felicidad y gloria, para salvar a la oveja perdida, al mundo que cayó por la transgresión. Y no se apartará de su misión. Hará propiciación por una raza que quiso pecar.

Su oración expresa ahora solamente sumisión: «Si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.» Habiendo hecho la decisión, cayó moribundo al suelo del que se había levantado parcialmente. ¿Dónde estaban ahora sus discípulos, para poner tiernamente sus manos bajo la cabeza de su Maestro desmayado, y bañar esa frente desfigurada en verdad más que la de los hijos de los hombres? El Salvador piso solo el lagar, y no hubo nadie del pueblo con él. Pero Dios sufrió con su Hijo. Los ángeles contemplaron la agonía del Salvador. Vieron a su Señor rodeado por laslegiones de las fuerzas satánicas, y su naturaleza abrumada por un pavor misterioso que lo hacia estremecerse. Hubo silencio en el cielo. Ningún arpa vibraba. Si los mortales hubiesen percibido el asombro de la hueste angélica mientras en silencioso pesar veía al Padre retirar sus rayos de luz, amor y gloria de su Hijo amado, comprenderían mejor cuán odioso es a su vista el pecado.

Los mundos que no habían caído y los ángeles celestiales habían mirado con intenso interés mientras el conflicto se acercaba a su fin. Satanás y su confederación del mal, las legiones de la apostasía, presenciaban atentamente esta gran crisis de la obra de redención. Las potestades del bien y del mal esperaban para ver qué respuesta recibirla la oración tres veces repetida por Cristo. Los ángeles habían anhelado llevar alivio al divino doliente, pero esto no podía ser. Ninguna vía de escape había para el Hijo de Dios. En esta terrible crisis, cuando todo estaba en juego, cuando la copa misteriosa temblaba en la mano del Doliente, los cielos se abrieron, una luz resplandeció de en medio de la tempestuosa obscuridad de esa hora crítica, y el poderoso ángel que está en la presencia de Dios ocupando el lugar del cual cayó Satanás, vino al lado de Cristo.

No vino para quitar de su mano la copa, sino para fortalecerle a fin de que pudiese beberla, asegurado del amor de su Padre. Vino para dar poder al suplicante divino-humano. Le mostró los cielos abiertos y le habló de las almas que se salvarían como resultado de sus sufrimientos. Le aseguró que su Padre es mayor y más poderoso que Satanás, que su muerte ocasionaría la derrota completa de Satanás, y que el reino de este mundo sería dado a los santos del Altísimo. Le dijo que vería el trabajo de su alma y quedaría satisfecho, porque vería una multitud de seres humanos salvados, eternamente salvos.

La agonía de Cristo no cesó, pero le abandonaron su depresión y desaliento. La tormenta no se había apaciguado, pero el que era su objeto fue fortalecido para soportar su furia. Salió de la prueba sereno y henchido de calma. Una paz celestial se leía en su rostro manchado de sangre. Había soportado lo que ningún ser humano hubiera podido soportar; porque había gustado los sufrimientos de la muerte por todos los hombres.

Los discípulos dormidos habían sido despertados repentinamente por la luz que rodeaba al Salvador. Vieron al ángel que se inclinaba sobre su Maestro postrado. Le vieron alzar la cabeza del Salvador contra su pecho y señalarle el cielo. Oyeron su voz, como la música más dulce, que pronunciaba palabras de consuelo y esperanza. Los discípulos recordaron la escena transcurrida en el monte de la transfiguración. Recordaron la gloria que en el templo había circuido a Jesús y la voz de Dios que hablara desde la nube. Ahora esa misma gloria se volvía a revelar, y no sintieron ya temor por su Maestro. Estaba bajo el cuidado de Dios, y un ángel poderoso había sido enviado para protegerle.

Nuevamente los discípulos cedieron, en su cansancio, al extraño estupor que los dominaba. Nuevamente Jesús los encontró durmiendo. Mirándolos tristemente, dijo: «Dormid ya, y descansad: he  aquí ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores.» Aun mientras decía estas palabras, oía los pasos de la turba que le buscaba, y añadió: «Levantaos, vamos: he aquí ha llegado el que me ha entregado.»

No se veían en Jesús huellas de su reciente agonía cuando se dirigió al encuentro de su traidor. Adelantándose a sus discípulos, dijo: «¿A quién buscáis?» Contestaron: «A Jesús Nazareno.» Jesús respondió: «Yo soy.» Mientras estas palabras eran pronunciadas, el ángel que acababa de servir a Jesús, se puso entre él y la turba. Una luz divina iluminó el rostro del Salvador, y le hizo sombra una figura como de paloma. En presencia de esta gloria divina, la turba homicida no pudo resistir un momento. Retrocedió tambaleándose. Sacerdotes, ancianos, soldados, y aún Judas, cayeron como muertos al suelo.

El ángel se retiró, y la luz se desvaneció. Jesús tuvo oportunidad de escapar, pero permaneció sereno y dueño de sí. Permaneció en pie como un ser glorificado, en medio de esta banda endurecida, ahora postrada e inerme a sus pies. Los discípulos miraban, mudos de asombro y pavor. Pero la escena cambió rápidamente. La turba se levantó. Los soldados romanos, los sacerdotes y judas se reunieron en derredor de Cristo. Parecían avergonzados de su debilidad, y temerosos de que se les escapase todavía, Volvió el Redentor a preguntar: «¿A quién buscáis?»

Habían tenido pruebas de que el que estaba delante de ellos era el Hijo de Dios, pero no querían convencerse. A la pregunta: «¿A quién buscáis?» volvieron a contestar: «A Jesús Nazareno.» El Salvador les dijo entonces: «Os he dicho que yo soy: pues si a mí buscáis, dejad ir a éstos,» señalando a los discípulos. Sabía cuán débil era la fe de ellos, y trataba de escudarlos de la tentación y la prueba. Estaba listo para sacrificarse por ellos.

El traidor Judas no se olvidó de la parte que debía desempeñar. Cuando entró la turba en el huerto, iba delante, seguido de cerca por el sumo sacerdote. Había dado una señal a los perseguidores de Jesús diciendo: «Al que yo besare, aquél es: prendedle.» (Mateo 26: 48) Ahora, fingiendo no tener parte con ellos, se acercó a Jesús, le tomó de la mano como un amigo familiar, diciendo: «Salve, Maestro,» le besó repetidas veces, simulando llorar de simpatía por él en su peligro.

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27 de octubre 2014

Prayer
Lectura para hoy:
 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 638 – 640

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Cristo había vencido entonces. Ahora el tentador había acudido a la última y terrible lucha, para la
cual se había estado preparando durante los tres años del ministerio de Cristo. Para él, todo estaba en juego. Si fracasaba aquí, perdía su esperanza de dominio; los reinos del mundo llegarían a ser finalmente de Cristo; él mismo seria derribado y desechado. Pero si podía vencer a Cristo, la tierra llegaría a ser el reino de Satanás, y la familia humana estaría para siempre en su poder. Frente a las consecuencias posibles del conflicto, embargaba el alma de Cristo el temor de quedar separada de Dios.

Satanás le decía que si se hacía garante de un mundo pecaminoso, la separación seria eterna. Quedaría identificado con el reino de Satanás, y nunca mas seria uno con Dios.  Y ¿qué se iba a ganar por este sacrificio? ¡Cuán irremisibles parecían la culpabilidad y la ingratitud de los hombres! Satanás presentaba al Redentor la situación en sus rasgos mas duros: El pueblo que pretende estar por encima de todos los demás en ventajas temporales y espirituales te ha rechazado. Está tratando de destruirte a ti, fundamento, centro y sello de las promesas a ellos hechas como pueblo peculiar. Uno de tus propios discípulos, que escuchó tus instrucciones y se ha destacado en las actividades de tu iglesia, te traicionará. Uno de tus más celosos seguidores te negará. Todos te abandonarán.

Todo el ser de Cristo aborrecía este pensamiento. Que aquellos a quienes se había comprometido a salvar, aquellos a quienes amaba tanto se uniesen a las maquinaciones de Satanás, esto traspasaba su alma. El conflicto era terrible. Se medía por la culpabilidad de su nación, de sus acusadores y su traidor, por la de un mundo que yacía en la iniquidad. Los pecados de los hombres descansaban pesadamente sobre Cristo, y el sentimiento de la ira de Dios contra el pecado abrumaba su vida.

Mirémosle contemplando el precio que ha de pagar por el alma humana. En su agonía, se aferra al suelo frío, como para evitar ser alejado más de Dios. El frío rocío de la noche cae sobre su cuerpo postrado, pero él no le presta atención. De sus labios pálidos, brota el amargo clamor: «Padre mío, si es posible, pase de mi este vaso.» Pero aún entonces añade: «Empero no como yo quiero, sino como tú.»

El corazón humano anhela simpatía en el sufrimiento. Este anhelo lo sintió Cristo en las profundidades de su ser. En la suprema agonía de su alma, vino a sus discípulos con un anhelante deseo de oír algunas palabras de consuelo de aquellos a quienes había bendecido y consolado con tanta frecuencia, y escudado en la tristeza y la angustia. El que siempre había tenido palabras de simpatía para ellos, sufría ahora agonía sobrehumana, y anhelaba saber que oraban por él y por sí mismos. ¡Cuán sombría parecía la malignidad del pecado! Era terrible la tentación de dejar a la familia humana soportar las consecuencias de su propia culpabilidad, mientras él permaneciese inocente delante de Dios. Si tan sólo pudiera saber que sus discípulos comprendían y apreciaban esto, se sentiría fortalecido.

Levantándose con penoso esfuerzo, fue tambaleándose adonde había dejado a sus compañeros. Pero «los halló durmiendo.» Si los hubiese hallado orando, habría quedado aliviado. Si ellos hubiesen estado buscando refugio en Dios para que los agentes satánicos no pudiesen prevalecer sobre ellos, habría quedado consolado por su firme fe. Pero no habían escuchado la amonestación repetida: «Velad y orad.» Al principio, los había afligido mucho el ver a su Maestro, generalmente tan sereno y digno, luchar con una tristeza incomprensible. Habían orado al oír los fuertes clamores del que sufría. No se proponían abandonar a su Señor, pero parecían paralizados por un estupor que podrían haber sacudido sí hubiesen continuado suplicando a Dios.

No comprendían la necesidad de velar y orar fervientemente para resistir la tentación. Precisamente antes de dirigir sus pasos al huerto, Jesús había dicho a los discípulos: «Todos seréis escandalizados en mí esta noche.» Ellos le habían asegurado enérgicamente que irían con El a la cárcel y a la muerte. Y el pobre Pedro, en su suficiencia propia, había añadido:  «Aunque todos sean escandalizados, mas no yo.» (Marcos 14: 27, 29) Pero los discípulos confiaban en sí mismos.

No miraron al poderoso Auxiliador como Cristo les había aconsejado que lo hiciesen. Así que cuando más necesitaba el Salvador su simpatía y oraciones, los halló dormidos, Pedro mismo estaba durmiendo.  Y Juan, el amante discípulo que se había reclinado sobre el pecho de Jesús, dormía. Ciertamente, el amor de Juan por su Maestro debiera haberlo mantenido despierto. Sus fervientes oraciones debieran haberse mezclado con las de su amado Salvador en el momento de su suprema tristeza. El Redentor había pasado noches enteras orando por sus discípulos, para que su fe no faltase. Si Jesús hubiese dirigido a Santiago y a Juan la pregunta que les había dirigido una vez: «¿Podéis beber el vaso que yo he de beber, y ser bautizados del bautismo de que yo soy bautizado?» no se habrían atrevido a contestar: «Podemos.» (Mateo 20: 22)

Los discípulos se despertaron al oír la voz de Jesús, pero casi no le conocieron, tan cambiado por la angustia había quedado su rostro. Dirigiéndose a Pedro, Jesús dijo: «¡Simón! ¿duermes tú? ¿no has podido velar una sola hora? Velad, y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está pronto, mas la carne es débil.» La debilidad de sus discípulos despertó la simpatía de Jesús. Temió que no pudiesen soportar la prueba que iba a sobrevenirles en la hora de su entrega y muerte. No los reprendió, sino dijo: «Velad, y orad, para que no entréis en tentación.» Aun en su gran agonía, procuraba disculpar su debilidad. «El espíritu a la verdad está pronto —dijo,— mas la carne es débil.»

El Hijo de Dios volvió a quedar presa de agonía sobre humana, y tambaleándose volvió agotado al lugar de su primera lucha. Su sufrimiento era aun mayor que antes. Al apoderarse de él la agonía del alma, «fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.» Los cipreses y las palmeras eran los testigos silenciosos de su angustia. De su follaje caía un pesado rocío sobre su cuerpo postrado, como si la naturaleza llorase sobre su Autor que luchaba a solas con las potestades de las tinieblas.

Poco tiempo antes, Jesús había estado de pie como un cedro poderoso, presintiendo la tormenta de oposición que agotaba su furia contra él. Voluntades tercas y corazones llenos de malicia y sutileza habían procurado en vano confundirle y abrumarle. Se había erguido con divina majestad como el Hijo de Dios. Ahora era como un junco azotado y doblegado por la tempestad airada. Se había acercado a la consumación de su obra como vencedor, habiendo ganado a cada paso la victoria sobre las potestades de las tinieblas. Como ya glorificado, había aseverado su unidad con Dios. En acentos firmes, había elevado sus cantos de alabanza. Había dirigido a sus discípulos palabras de estimulo y ternura. Pero ya había llegado la hora de la potestad de las tinieblas. Su voz se oía en el tranquilo aire nocturno, no en tonos de triunfo, sino impregnada de angustia humana. Estas palabras del Salvador llegaban a los oídos de los soñolientos discípulos: «Padre mío, si no puede este vaso pasar de mi sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.»

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26 de octubre 2014

Red moon
Lectura para hoy:
 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 636, 637

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Capítulo 74  Getsemaní

En compañía de sus discípulos, el Salvador se encaminó lentamente hacia el huerto de Getsemaní. La luna de Pascua, ancha y llena, resplandecía desde un cielo sin nubes. La ciudad de cabañas para los peregrinos estaba sumida en el silencio. Jesús había estado conversando fervientemente con sus discípulos e instruyéndolos; pero al acercarse a Getsemaní se fue sumiendo en un extraño silencio. Con frecuencia, había visitado, este lugar para meditar y orar; pero nunca con un corazón tan lleno de tristeza como esta noche de su última agonía.

Toda su vida en la tierra, había andado en la presencia de Dios. Se hallaba en conflicto con hombres animados por el espíritu de Satanás, pudo decir: «El que me envió, está; no me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a el le agrada, hago siempre.» (Juan 8: 29) Pero ahora le parecía estar excluido de la luz de la presencia sostenedora de Dios. Ahora se contaba con los transgresores. Debía llevar la culpabilidad de la humanidad caída. Sobre el que no conoció pecado, debía ponerse la iniquidad de todos nosotros. Tan terrible le parece tan grande el peso de la culpabilidad que debe llevar, que está tentado a temer que quedará privado para siempre de su Padre. Sintiendo cuán terrible es la ira de Dios contra la transgresión, exclama: «Mi alma está muy triste hasta la muerte.»

Al acercarse al huerto, los discípulos notaron el cambio de ánimo en su Maestro. Nunca antes le habían visto tan triste y callado. Mientras avanzaba, esta extraña se iba ahondando; pero no se atrevían a interrogarle acerca de la causa. Su cuerpo se tambaleaba como si estuviese por caer…  Al llegar al huerto, los discípulos buscaron ansiosamente el lugar donde solía retraerse, para que su Maestro pudiese descansar. Cada paso le costaba un penoso esfuerzo. Dejaba oír gemidos como si le agobiase una terrible carga. Dos veces le sostuvieron sus compañeros, pues sin ellos habría caído al suelo.

Cerca de la entrada del huerto, Jesús dejó a todos sus discípulos, menos tres, rogándoles que orasen por si mismos y por él. Acompañado de Pedro, Santiago y Juan, entró en los lugares más retirados. Estos tres discípulos eran los compañeros más íntimos de Cristo. Habían contemplado su gloria en el monte de la transfiguración; habían visto a Moisés y Elías conversar con él; habían oído la voz del cielo; y ahora en su grande lucha Cristo deseaba su presencia inmediata.

Con frecuencia habían pasado la noche con él en este retiro. En esas ocasiones, después de unos momentos de vigilia y oración, se dormían apaciblemente a corta distancia de su Maestro, hasta que los despertaba por la mañana para salir de nuevo a trabajar. Pero ahora deseaba que ellos pasasen la noche con él en oración. Sin embargo, no podía sufrirque aun ellos presenciasen la agonía que iba a soportar. «Quedaos aquí —dijo,— y velad conmigo.» Fue a corta distancia de ellos —no tan lejos que no pudiesen verle y oírle— y cayó postrado en el suelo. Sentía que el pecado le estaba separando de su Padre. 

La sima era tan ancha, negra y profunda que su espíritu se estremecía ante ella. No debía ejercer su poder divino para escapar de esa agonía. Como hombre, debía sufrir las consecuencias del pecado del hombre. Como hombre, debía soportar la ira de Dios contra la transgresión. Cristo asumía ahora una actitud diferente de la que jamás asumiera antes. Sus sufrimientos pueden describirse mejor en las palabras del profeta: «Levántate, oh espada, sobre el pastor, y sobre el hombre campanero mío, dice Jehová de los ejércitos» (Zacarías 13: 7)

Como substituto y garante del hombre pecaminoso, Cristo estaba sufriendo bajo la justicia divina. Veía lo que significaba la justicia. Hasta entonces había obrado como intercesor por otros; ahora anhelaba tener un intercesor para sí. Sintiendo quebrantada su unidad con el Padre, temía que su naturaleza humana no pudiese soportar el venidero conflicto con las potestades de las tinieblas. En el desierto de la tentación, había estado en juego el destino de la raza humana.

Foto: http://bit.ly/1pHSrIQ

25 de octubre 2014

Sangre
Lectura para hoy:
 
Lucas 22: 39 – 53
Juan 18: 1 – 12

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Lucas 22: 39 – 53 (NTV) – Jesús ora en el monte de los Olivos
39 Luego, acompañado por sus discípulos, Jesús salió del cuarto en el piso de arriba y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos. 40 Allí les dijo: «Oren para que no cedan a la tentación».
41 Se alejó a una distancia como de un tiro de piedra, se arrodilló y oró: 42 «Padre, si quieres, te pido que quites esta copa de sufrimiento de mí. Sin embargo, quiero que se haga tu voluntad, no la mía». 43 Entonces apareció un ángel del cielo y lo fortaleció. 44 Oró con más fervor, y estaba en tal agonía de espíritu que su sudor caía a tierra como grandes gotas de sangre. 45 Finalmente se puso de pie y regresó adonde estaban sus discípulos, pero los encontró dormidos, exhaustos por la tristeza. 46 «¿Por qué duermen? —les preguntó—. Levántense y oren para que no cedan ante la tentación».

Traicionan y arrestan a Jesús
47 Mientras Jesús hablaba, se acercó una multitud, liderada por Judas, uno de los doce discípulos. Judas caminó hacia Jesús para saludarlo con un beso. 48 Entonces Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso traicionas al Hijo del Hombre?». 49 Cuando los otros discípulos vieron lo que estaba por suceder, exclamaron: «Señor, ¿peleamos? ¡Trajimos las espadas!». 50 Y uno de ellos hirió al esclavo del sumo sacerdote cortándole la  oreja derecha.51 Pero Jesús dijo: «Basta». Y tocó la oreja del hombre y lo sanó.

52 Entonces Jesús habló a los principales sacerdotes, a los capitanes de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido a buscarlo. «¿Acaso soy un peligroso revolucionario, para que vengan con espadas y palos para arrestarme? —les preguntó—. 53 ¿Por qué no me arrestaron en el templo? Estuve allí todos los días, pero este es el momento de ustedes, el tiempo en que reina el poder de la oscuridad».

Juan 18: 1 – 12 (NTV) – Traicionan y arrestan a Jesús
1 Después de decir esas cosas, Jesús cruzó el valle de Cedrón con sus discípulos y entró en un huerto de olivos. 2 Judas, el traidor, conocía ese lugar, porque Jesús solía reunirse allí con sus discípulos. 3 Los principales sacerdotes y los fariseos le habían dado a Judas un grupo de soldados romanos y guardias del templo para que lo acompañaran. Llegaron al huerto de olivos con antorchas encendidas, linternas y armas. 4 Jesús ya sabía todo lo que le iba a suceder, así que salió al encuentro de ellos. —¿A quién buscan? —les preguntó. 5 —A Jesús de Nazaret —contestaron. —Yo Soy —dijo Jesús. (Judas, el que lo traicionó, estaba con ellos). 6 Cuando Jesús dijo «Yo Soy», ¡todos retrocedieron y cayeron al suelo!

7 Una vez más les preguntó: —¿A quién buscan? Y nuevamente ellos contestaron: —A Jesús de Nazaret. 8 —Ya les dije que Yo Soy —dijo Jesús—, ya que soy la persona a quien buscan, dejen que los demás se vayan. 9 Lo hizo para que se cumplieran sus propias palabras: «No perdí ni a uno solo de los que me diste». 10 Entonces Simón Pedro sacó una espada y le cortó la oreja derecha a Malco, un esclavo del sumo sacerdote. 11 Pero Jesús le dijo a Pedro: «Mete tu espada en la vaina. ¿Acaso no voy a beber de la copa de sufrimiento que me ha dado el Padre?».

Jesús en la casa del sumo sacerdote
12 Así que los soldados, el oficial que los comandaba y los guardias del templo arrestaron a Jesús y lo ataron.

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24 de octubre 2014

Oración
Lectura para hoy:
 
Mateo 26: 36 – 56
Marcos 14:32 -52

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Mateo 26: 36 – 56 (RVR 1960) – Jesús ora en Getsemaní
36 Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro. 37 Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. 38 Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. 39 Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.

40 Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? 41 Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. 42 Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad.
43 Vino otra vez y los halló durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño. 44 Y dejándolos, se fue de nuevo, y oró por tercera vez, diciendo las mismas palabras. 45 Entonces vino a sus discípulos y les dijo: Dormid ya, y descansad. He aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores. 46 Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.

Arresto de Jesús
47 Mientras todavía hablaba, vino Judas, uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo. 48 Y el que le entregaba les había dado señal, diciendo: Al que yo besare, ése es; prendedle. 49 Y en seguida se acercó a Jesús y dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó. 50 Y Jesús le dijo: Amigo, ¿a qué vienes? Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron. 51 Pero uno de los que estaban con Jesús, extendiendo la mano, sacó su espada, e hiriendo a un siervo del sumo sacerdote, le quitó la oreja. 52 Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán. 53 ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? 54 ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?

55 En aquella hora dijo Jesús a la gente: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis. 56 Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas. Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron.

Marcos 14:32 -52 (RVR 1960) – Jesús ora en Getsemaní
32 Vinieron, pues, a un lugar que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que yo oro. 33 Y tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a entristecerse y a angustiarse. 34 Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad.
35 Yéndose un poco adelante, se postró en tierra, y oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora. 36 Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú. 37 Vino luego y los halló durmiendo; y dijo a Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? 38 Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.

39 Otra vez fue y oró, diciendo las mismas palabras. 40 Al volver, otra vez los halló durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño; y no sabían qué responderle. 41 Vino la tercera vez, y les dijo: Dormid ya, y descansad. Basta, la hora ha venido; he aquí, el Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores. 42 Levantaos, vamos; he aquí, se acerca el que me entrega.

Arresto de Jesús
43 Luego, hablando él aún, vino Judas, que era uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los escribas y de los ancianos. 44 Y el que le entregaba les había dado señal, diciendo: Al que yo besare, ése es; prendedle, y llevadle con seguridad. 45 Y cuando vino, se acercó luego a él, y le dijo: Maestro, Maestro. Y le besó.
46 Entonces ellos le echaron mano, y le prendieron. 47 Pero uno de los que estaban allí, sacando la espada, hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja. 48 Y respondiendo Jesús, les dijo: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? 49 Cada día estaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis; pero es así, para que se cumplan las Escrituras. 50 Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron.

El joven que huyó
51 Pero cierto joven le seguía, cubierto el cuerpo con una sábana; y le prendieron; 52 mas él, dejando la sábana, huyó desnudo.

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23 de octubre 2014

Uva
Lectura para hoy:
 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 630 -635

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El pámpano está injertado en la vid viviente, y fibra tras fibra, vena tras vena, va creciendo en el tronco. La vida de la vid llega a ser la vida del pámpano. Así también el alma muerta en delitos y pecados recibe vida por su unión con Cristo. Por la fe en él como Salvador personal, se forma esa unión. El pecador une su debilidad a la fuerza de Cristo, su vacuidad a la plenitud de Cristo, su fragilidad a la perdurable potencia de Cristo. Entonces tiene el sentir de Cristo. La humanidad de Cristo ha tocado nuestra humanidad, y nuestra humanidad ha tocado la divinidad. Así, por la intervención del Espíritu Santo, el hombre viene a ser participante de la naturaleza divina. Es acepto en el Amado.

Esta unión con Cristo, una vez formada, debe ser mantenida. Cristo dijo: «Estad en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto de si mismo, si no estuviera en la vid; así ni vosotros, si no estuvierais en mí.» Este no es un contacto casual, ninguna unión que se realiza y se corta luego. El sarmiento llega a ser parte de la vid viviente. La comunicación de la vida, la fuerza y el carácter fructífero de la raíz a las ramas se verifica en forma constante y sin obstrucción. Separado de la vid, el sarmiento no puede vivir. Así tampoco, dijo Jesús, podéis vivir separados de mí. La vida que habéis recibido de mí puede conservarse únicamente por la comunión continua. Sin mí, no podéis vencer un solo pecado, ni resistir una sola tentación.

«Estad en mí, y yo en vosotros.» El estar en Cristo significa recibir constantemente de su Espíritu, una vida de entrega sin reservas a su servicio. El conducto de comunicación debe mantenerse continuamente abierto entre el hombre y su Dios. Como el sarmiento de la vid recibe constantemente de la savia de la vid viviente, así hemos de aferrarnos a Jesús y recibir de él por la fe la fuerza y la perfección de su propio carácter.

La raíz envía su nutrición por el sarmiento a la ramificación más lejana. Así comunica Cristo la corriente de su fuerza vital a todo creyente. Mientras el alma esté unida con Cristo, no hay peligro de que se marchite o decaiga. La vida de la vid se manifestará en el fragante fruto de los sarmientos. «El que está en mí —dijo Jesús,— y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer.« Cuando vivamos por la fe en el Hijo de Dios, los frutos del Espíritu se verán en nuestra vida; no faltará uno solo.

«Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mi no lleva fruto, le quitará.» Aunque el injerto esté unido exteriormente con la vid, puede faltar la conexión vital. Entonces no habrá crecimiento ni frutos. Puede haber una relación aparente con Cristo, sin verdadera unión con él por la fe. El profesar la religión coloca a los hombres en la iglesia, pero el carácter y la conducta demuestran si están unidos con Cristo. Si no llevan fruto, son pámpanos falsos. Su separación de Cristo entraña una ruina tan completa como la representada por el sarmiento muerto.

«El que en mí no estuviere —dijo Cristo,— será echado fuera como mal pámpano, y se secará; y los cogen, y los echan en el fuego, y arden.» «Todo pámpano… que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.» De los doce escogidos que hablan seguido a Jesús, uno estaba por ser sacado como rama seca, el resto iba a pasar bajo la podadera de la amarga prueba. Con solemne ternura, Jesús explicó el propósito del labrador.

La poda causará dolor, pero es el Padre quien la realiza. El no trabaja con mano despiadada y corazón indiferente. Hay ramas que se arrastran por el suelo; y tienen que ser separadas de los apoyos terrenales en que sus zarcillos se han enredado. Han de dirigirse hacia el cielo y hallar su apoyo en Dios. El follaje excesivo que desvía de la fruta la corriente vital, debe ser suprimido. El exceso de crecimiento debe ser cortado, para que puedan penetrar los senadores rayos del Sol de justicia. El labrador poda lo que perjudica, a fin de que la fruta pueda ser más rica y abundante.

«En esto es glorificado mi Padre —dijo Jesús,— en que llevéis mucho fruto.» Dios desea manifestar por vosotros la santidad, la benevolencia, la compasión de su propio carácter. Sin embargo, el Salvador no invita a los discípulos a trabajar para llevar fruto. Les dice que permanezcan en él. «Si estuvierais en mí —dice El,— y mis palabras estuvieron en vosotros, pedid todo lo que quisierais, y os será hecho.» Por la Palabra es como Cristo mora en sus seguidores. Es la misma unión vital representada por comer su carne y beber su sangre. Las palabras de Cristo son espíritu y vida. Al recibirlas, recibís la vida de la vid. Vivís «con toda palabra que sale de la boca de Dios.» (Mateo 4: 4) La vida de Cristo en vosotros produce los mismos frutos que en él. Viviendo en Cristo, adhiriéndoos a Cristo, sostenidos por Cristo, recibiendo alimento de Cristo, lleváis fruto según la semejanza de Cristo.

En esta última reunión con sus discípulos, el gran deseo que Cristo expresó por ellos era que se amasen unos a otros como él los había amado. En varias ocasiones habló de esto. «Esto os mando —dijo repetidas veces:— Que os améis los unos a los otros.» Su primer mandato, cuando estuvo a solas con ellos en el aposento alto, fue: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros.» Para los discípulos, este mandamiento era nuevo; porque no se habían amado unos a otros como Cristo los había amado. El veía que nuevas ideas e impulsos debían gobernarlos; que debían practicar nuevos principios; por su vida y su muerte iban a recibir un nuevo concepto del amor.

El mandato de amarse unos a otros tenía nuevo significado a la luz de su abnegación. Toda la obra de la gracia es un continuo servicio de amor, de esfuerzo desinteresado y abnegado. Durante toda hora de la estada de Cristo en la tierra, el amor de Dios fluía de él en raudales incontenibles. Todos los que sean dotados de su Espíritu amarán como él amó. El mismo principio que animó a Cristo los animará en todo su trato mutuo. Este amor es la evidencia de su discipulado. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos —dijo Jesús,— si tuviereis amor los unos con los otros.»

Cuando los hombres  no están vinculados por la fuerza o los intereses propios, sino por el amor, manifiestan la obra de una influencia que está por encima de toda influencia humana. Donde existe esta unidad, constituye una evidencia de que la imagen de Dios se está restaurando en la humanidad, que ha sido implantado un nuevo principio de vida. Muestra que hay poder en la naturaleza divina para resistir a los agentes sobrenaturales del mal, y que la gracia de Dios subyuga el egoísmo inherente en el corazón natural. Este amor, manifestado en la iglesia, despertará seguramente la ira de Satanás. Cristo no trazó a sus discípulos una senda fácil. «Si el mundo os aborrece — dijo,— sabed que a mi me aborreció antes que a vosotros.

Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; mas porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: No es el siervo mayor que su Señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros perseguirán: si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.» El Evangelio ha de ser proclamado mediante una guerra agresiva, en medio de oposición, peligros, pérdidas y sufrimientos. Pero los que hacen esta obra están tan sólo siguiendo los pasos de su Maestro.

Como Redentor del mundo, Cristo arrostraba constantemente lo que parecía ser el fracaso. El, el mensajero de misericordia en nuestro mundo, parecía realizar sólo una pequeña parte de la obra elevadora y salvadora que anhelaba hacer. Las influencias satánicas estaban obrando constantemente para oponerse a su avance. Pero no quiso desanimarse. Por la profecía de Isaías declara: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mi fortaleza; mas mi juicio está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios… Bien que Israel no se juntará, con todo, estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fortaleza.»

A Cristo se dirige la promesa: «Así ha dicho Jehová, Redentor de Israel, el Santo suyo, al menospreciado de alma, al abominado de las gentes. … Así dijo Jehová: … guardarte he, y te daré por alianza del pueblo, para que levantes la tierra, para que heredes asoladas heredades; para que digas a los presos: Salid; y a los que están en tinieblas: Manifestaos. .  . No tendrán hambre ni sed, ni el calor ni el sol los afligirá; porque el que tiene de ellos misericordia los guiará, y los conducirá a manaderos de aguas.» (Isaías 49 :4, 5, 7-10) Jesús confió en esta palabra, y no dio a Satanás ventaja alguna. Cuando iba a dar los últimos pasos en su humillación, cuando estaba por rodear su alma la tristeza más profunda, dijo a sus discípulos: «Viene el príncipe de este mundo; mas no tiene nada en mí.» «El príncipe de este mundo es juzgado.» Ahora será echado. (Juan 14: 30; 16: 11; 12: 31)

Con ojo profético, Cristo vio las escenas que iban a desarrollarse en su último gran conflicto. Sabía que cuando exclamase: «Consumado es,» todo el cielo triunfaría. Su oído percibió la lejana música y los gritos de victoria en los atrios celestiales. El sabía que el toque de muerte del imperio de Satanás resonaría entonces, y que el nombre de Cristo sería pregonado de un mundo al otro por todo el universo. Cristo se regocijó de que podía hacer más en favor de sus discípulos de lo que ellos podían pedir o pensar.

Habló con seguridad sabiendo que se había promulgado un decreto todopoderoso antes que el mundo fuese creado. Sabía que la verdad, armada con la omnipotencia del Espíritu Santo, vencería en la contienda con el mal; y que el estandarte manchado de sangre ondearía triunfantemente sobre sus seguidores. Sabía que la vida de los discípulos que confiasen en él seria como la suya, una serie de victorias sin interrupción, no vistas como tales aquí, pero reconocidas así en el gran más allá. «Estas cosas os he hablado —dijo,— para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción: mas confiad, yo he vencido al mundo.»

Cristo no desmayó ni se desalentó, y sus seguidores han de manifestar una fe de la misma naturaleza perdurable. Han de vivir como él vivió y obrar como él obró, porque dependen de él como el gran artífice y Maestro. Deben poseer valor, energía y perseverancia. Aunque obstruyan su camino imposibilidades aparentes, por su gracia han de seguir adelante. En vez de deplorar las dificultades, son llamados a superarlas. No han de desesperar de nada, sino esperarlo todo. Con la áurea cadena de su amor incomparable, Cristo los ha vinculado al trono de Dios. Quiere que sea suya la más alta influencia del universo, que mana de la fuente de todo poder. Han de tener poder para resistir el mal, un poder que ni la tierra, ni la muerte ni el infierno pueden dominar, un poder que los habilitará para vencer como Cristo venció.

Cristo quiere que estén representados en su iglesia en la tierra el orden celestial, el plan de gobierno celestial, la armonía divina del cielo. Así queda glorificado en los suyos. Mediante ellos resplandecerá ante el mundo el Sol de justicia con un brillo que no se empañará. Cristo dio a su iglesia amplias facilidades, a fin de recibir ingente rédito de gloria de su posesión comprado y redimida. Ha otorgado a los suyos capacidades y bendiciones para que representen su propia suficiencia. La iglesia dotada de la justicia de Cristo es su depositaria, en la cual las riquezas de su misericordia y su gracia y su amor han de aparecer en plena y final manifestación. Cristo mira a su pueblo en su pureza y perfección como la recompensa de su humillación y el suplemento de su gloria, siendo él mismo el gran Centro, del cual irradia toda gloria.

Con palabras enérgicas y llenas de esperanza, el Salvador terminó sus instrucciones. Luego volcó la cara de su alma en una oración por sus discípulos. Elevando los ojos al cielo, dijo: «Padre la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado la potestad de toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste.
Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado.»

Cristo había concluido la obra que se le había confiado. Había glorificado a Dios en la tierra. Había manifestado el nombre del Padre. Había reunido a aquellos que habían de continuar su obra entre los hombres. Y dijo: «Yo soy glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo, mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. ¡Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que ellos sean uno, así como nosotros lo somos!» Así, con el lenguaje de quien tenía autoridad divina, Cristo entregó a su electa iglesia en los brazos del Padre. Como consagrado sumo sacerdote, intercedió por los suyos. Como fiel pastor, reunió a su rebaño bajo la sombra del Todopoderoso, en el fuerte y seguro refugio. A él le aguardaba la última batalla con Satanás, y salió para hacerle frente.

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22 de octubre 2014


VineLectura para hoy:
 
El Deseado de Todas las Gentes, p. 627-629

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Antes de salir del aposento alto, el Salvador entonó con sus discípulos un canto de alabanza. Su voz fue oída, no en los  acordes de alguna endecha triste, sino en las gozosas notas del cántico pascual: «Alabad a Jehová, naciones todas; Pueblos todos, alabadle. porque ha engrandecido sobre nosotros su misericordia; Y la verdad de Jehová es para siempre. Aleluya.» (Salmo 117)

Después del himno, salieron. Cruzaron por las calles atestadas, y salieron por la puerta de la ciudad hacia el monte de las Olivas, avanzando lentamente, engolfados cada uno de ellos en sus propios pensamientos. Cuando empezaban a descender hacia el monte, Jesús dijo, en un tono de la más profunda tristeza: «Todos vosotros seréis escandalizados en mí esta noche; porque escrito está: Heriré al Pastor, y las ovejas de la manada serán dispersas.» (Mateo 26: 31) Los discípulos oyeron esto con tristeza y asombro. Recordaron como, en la sinagoga de Capernaúm, cuando Cristo habló de si mismo como del pan de vida, muchos se hablan ofendido y se habían apartado de él. Pero los doce no se habían mostrado infieles. Pedro, hablando por sus hermanos, había declarado entonces su lealtad a Cristo. Entonces el Salvador había dicho: » ¿No he escogido yo a vosotros doce, y uno de vosotros es diablo?» (Juan 6: 70)

En el aposento alto, Jesús había dicho que uno de los doce le traicionaría, y que Pedro le negaría. Pero ahora sus palabras los incluían a todos. Esta vez se oyó la voz de Pedro que protestaba vehementemente: «Aunque todos sean escandalizados, mas no yo.» (Marcos 14: 29, 30, 31) En el aposento alto, había declarado: «Mi alma pondré por ti.» Jesús le habla advertido que esa misma noche negarla a su Salvador. Ahora Cristo le repite la advertencia: «De cierto te digo que tú, hoy, en esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres veces.» Pero Pedro «con mayor porfía decía: Si me fuere menester morir contigo, no te negare. También todos decían lo mismo.» (Marcos 14:29, 30, 31)

En la confianza que tenían en sí mismos, llegaron la repetida declaración de Aquel que sabía. No estaban preparados para la prueba; cuando la tentación les sobreviniese, comprenderían su propia debilidad. Cuando Pedro dijo que seguiría a su Señor a la cárcel y a la muerte, cada palabra era sincera; pero no se conocía a sí mismo. Ocultos en su corazón estaban los malos elementos que las circunstancias iban a hacer brotar a la vida. A menos que se le hiciese conocer su peligro, esos elementos provocarían su ruina eterna. El Salvador veía en él un amor propio y una seguridad que superarían aun su amor por Cristo. En su experiencia se habían revelado muchas flaquezas, mucho pecado que no habla sido amortiguado, mucha negligencia de espíritu, un temperamento no santificado y temeridad para exponerse a la tentación. La solemne amonestación de Cristo fue una invitación a escudriñar su corazón.

Pedro necesitaba desconfiar de sí mismo y tener una fe más profunda en Cristo. Si hubiese recibido con humildad la amonestación, habría suplicado al pastor del rebaño que guardase su oveja. Cuando, en el mar de Galilea, estaba por hundirse, clamó: «Señor, sálvame.» (Mateo 14: 30) Entonces la mano de Cristo se extendió para tomar la suya. Así también ahora, si hubiese clamado a Jesús: Sálvame de mi mismo, habría sido guardado. Pero Pedro sintió que se desconfiaba de él, y pensó que ello era cruel. Ya se escandalizaba, y se volvió más persistente en su confianza propia.

Jesús miró con compasión a sus discípulos. No podía salvarlos de la prueba, pero no los dejó sin consuelo. Les aseguró que él estaba por romper las cadenas del sepulcro, y que su amor por ellos no faltaría. «Después que haya resucitado —dijo,— iré delante de vosotros a Galilea.» (Mateo 26: 32) Antes que le negasen, les aseguró el perdón. Después de su muerte y resurrección, supieron que estaban perdonados y que el corazón de Cristo los amaba.

Jesús y los discípulos iban hacia Getsemaní, al pie del monte de las Olivas, lugar apartado que él había visitado con frecuencia para meditar y orar. El Salvador había estado explicando a sus discípulos la misión que le había traído al mundo y la relación espiritual que debían sostener con él. Ahora ilustró la lección. La luna resplandecía y le revelaba una floreciente vid. Llamando la atención de los discípulos a ella, la empleó como símbolo. «Yo soy la Vid verdadera,» dijo. En vez de elegir la graciosa palmera, el sublime cedro o el fuerte roble, Jesús tomó la vid con sus zarcillos prensiles para representarse.

La palmera, el cedro y el roble se sostienen solos. No necesitan apoyo. Pero la vid se aferra al enrejado, y así sube hacia el cielo. Así también Cristo en su humanidad dependía del poder divino. «No puedo yo de mí mismo hacer nada,» (Juan 5: 30) declaró. «Yo soy la Vid verdadera.» Los judíos hablan considerado siempre la vid como la más noble de las plantas, y una figura de todo lo poderoso, excelente y fructífero. Israel había sido representado como una vid que Dios había plantado en la tierra prometida. Los judíos fundaban su esperanza de salvación en el hecho de estar relacionados con Israel. Pero Jesús dice: Yo soy la Vid verdadera.

No penséis que por estar relacionados con Israel podéis llegar a participar de la vida de Dios y heredar su promesa. Por mi solamente se recibe la vida espiritual. «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre es el labrador.» En las colinas de Palestina, nuestro Padre celestial había plantado su buena Vid, y él mismo era el que la cultivaba. Muchos eran atraídos por la hermosura de esta Vid, y declaraban su origen celestial. Pero para los dirigentes de Israel parecía como una raíz en tierra seca. Tomaron la planta, la maltrataron y pisotearon bajo sus profanos pies. Querían destruirla para siempre. Pero el celestial Viñador no la perdió nunca de vista.

Después que los hombres pensaron que la habían matado, la tomó y la volvió a plantar al otro lado de la muralla. Ya no se vería el tronco. Quedaría oculto de los rudos asaltos de los hombres. Pero los sarmientos de la Vid colgaban por encima de la muralla. Hablan de representarla. Por su medio, se podrían unir todavía injertos a la Vid. De ella se ha ido obteniendo fruto. Ha habido una cosecha que los transeúntes han arrancado. «Yo soy la Vid, vosotros los pámpanos,» dijo Cristo a sus discípulos. Aunque él estaba por ser arrebatado de entre ellos, su unión espiritual con él no había de cambiar. La unión del sarmiento con la vid, dijo, representa la relación que habéis de sostener conmigo.

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