10 DE MARZO 2018

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Lectura para hoy: CS 203-204

Dios estaba preparando aun más obreros para extender su causa. En una de las escuelas de París hallábase un joven formal, de ánimo tranquilo, que daba muestras evidentes de poseer una mente poderosa y perspicaz, y que no era menos notable por la pureza de su vida que por su actividad intelectual y su devoción religiosa. Su talento y aplicación hicieron pronto de él un motivo de orgullo para el colegio, y se susurraba entre los estudiantes que Juan Calvino sería un día uno de los más capaces y más ilustres defensores de la iglesia. Pero un rayo de luz divina penetró aun dentro de los muros del escolasticismo y de la superstición que encerraban a Calvino. Estremecióse al oír las nuevas doctrinas, sin dudar nunca que los herejes merecieran el fuego al que eran entregados. Y no obstante, sin saber cómo, tuvo que habérselas con la herejía y se vio obligado a poner a prueba el poder de la teología romanista para rebatir la doctrina protestante.

Hallábase en París un primo hermano de Calvino, que se había unido con los reformadores. Ambos parientes se reunían con frecuencia para discutir las cuestiones que perturbaban a la cristiandad. “No hay más que dos religiones en el mundo—decía Olivetán, el protestante—. Una, que los hombres han inventado, y según la cual se salva el ser humano por medio de ceremonias y buenas obras; la otra es la que está revelada en la Biblia y que enseña al hombre a no esperar su salvación sino de la gracia soberana de Dios”.

“No quiero tener nada que ver con ninguna de vuestras nuevas doctrinas—respondía Calvino—, ¿creéis que he vivido en el error todos los días de mi vida?” (Wylie, lib. 13, cap. 7).

Pero habíanse despertado en su mente pensamientos que ya no podía desterrar de ella. A solas en su aposento meditaba en las palabras de su primo. El sentimiento del pecado se había apoderado de su corazón; se veía sin intercesor en presencia de un Juez santo y justo. La mediación de los santos, las buenas obras, las ceremonias de la iglesia, todo ello le parecía ineficaz para expiar el pecado. Ya no veía ante sí mismo sino la lobreguez de una eterna desesperación. En vano se esforzaban los doctores de la iglesia por aliviarle de su pena. En vano recurría a la confesión y a la penitencia; estas cosas no pueden reconciliar al alma con Dios.

Aún estaba Calvino empeñado en tan infructuosas luchas cuando un día en que por casualidad pasaba por una plaza pública, presenció la muerte de un hereje en la hoguera. Se llenó de admiración al ver la expresión de paz que se pintaba en el rostro del mártir. En medio de las torturas de una muerte espantosa, y bajo la terrible condenación de la iglesia, daba el mártir pruebas de una fe y de un valor que el joven estudiante comparaba con dolor con su propia desesperación y con las tinieblas en que vivía a pesar de su estricta obediencia a los mandamientos de la iglesia. Sabía que los herejes fundaban su fe en la Biblia; por lo tanto se decidió a estudiarla para descubrir, si posible fuera, el secreto del gozo del mártir.

En la Biblia encontró a Cristo. “¡Oh! Padre exclamó, su sacrificio ha calmado tu ira; su sangre ha lavado mis manchas; su cruz ha llevado mi maldición; su muerte ha hecho expiación por mí. Habíamos inventado muchas locuras inútiles, pero tú has puesto delante de mí tu Palabra como una antorcha y has conmovido mi corazón para que tenga por abominables todos los méritos que no sean los de Jesús” (Martyn, tomo 3, cap. 13).

Calvino había sido educado para el sacerdocio. No tenía más que doce años cuando fue nombrado capellán de una pequeña iglesia y el obispo le tonsuró la cabeza para cumplir con el canon eclesiástico. No fue consagrado ni desempeñó los deberes del sacerdocio, pero sí fue hecho miembro del clero, se le dio el título de su cargo y percibía la renta correspondiente.

Viendo entonces que ya no podría jamás llegar a ser sacerdote, se dedicó por un tiempo a la jurisprudencia, y por último abandonó este estudio para consagrarse al evangelio. Pero no podía resolverse a dedicarse a la enseñanza. Era tímido por naturaleza, le abrumaba el peso de la responsabilidad del cargo y deseaba seguir dedicándose aún al estudio. Las reiteradas súplicas de sus amigos lograron por fin convencerle. “Cuán maravilloso es—decía—que un hombre de tan bajo origen llegue a ser elevado hasta tan alta dignidad” (Wylie, lib. 13, cap. 9).

Calvino empezó su obra con ánimo tranquilo y sus palabras eran como el rocío que refresca la tierra. Se había alejado de París y ahora se encontraba en un pueblo de provincia bajo la protección de la princesa Margarita, la cual, amante como lo era del evangelio, extendía su protección a los que lo profesaban. Calvino era joven aún, de continente discreto y humilde. Comenzó su trabajo visitando a los lugareños en sus propias casas. Allí, rodeado de los miembros de la familia, leía la Biblia y exponía las verdades de la salvación. Los que oían el mensaje, llevaban las buenas nuevas a otros, y pronto el maestro fue más allá, a otros lugares, predicando en los pueblos y villorrios. Se le abrían las puertas de los castillos y de las chozas, y con su obra colocaba los cimientos de iglesias de donde iban a salir más tarde los valientes testigos de la verdad.