7 de junio 2015

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Lectura para hoy:
Patriarcas y Profetas p. 383-387

En las enseñanzas que dio cuando estuvo personalmente aquí entre los hombres, Jesús dirigió los pensamientos del pueblo hacia el Antiguo Testamento. Dijo a los judíos: «Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.» (Juan 5:39.) En aquel entonces los libros del Antiguo Testamento eran la única parte de la Biblia que existía. Otra vez el Hijo de Dios declaró: «A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos.» Y agregó: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los muertos.» (Luc. 16:29, 31).

La ley ceremonial fue dada por Cristo. Aun después de ser abolida, Pablo la presentó a los judíos en su verdadero marco y valor, mostrando el lugar que ocupaba en el plan de la redención, así cómo su relación con la obra de Cristo; y el gran apóstol declara que esta ley es gloriosa, digna de su divino Originador. El solemne servicio del santuario representaba las grandes verdades que habían de ser reveladas a través de las siguientes generaciones. La nube de incienso que ascendía con las oraciones de Israel representaba su justicia, que es lo único que puede hacer aceptable ante Dios la oración del pecador; la víctima sangrante en el altar del sacrificio daba testimonio del Redentor que había de venir; y el lugar santísimo irradiaba la señal visible de la presencia divina. Así, a través de siglos y siglos de tinieblas y apostasía, la fe se mantuvo viva en los corazones humanos hasta que llegó el tiempo del advenimiento del Mesías prometido.

Jesús era ya la luz de su pueblo, la luz del mundo, antes de venir a la tierra en forma humana. El primer rayo de luz que penetró la lobreguez en que el pecado había envuelto al mundo, provino de Cristo. Y de él ha emanado todo rayo de resplandor celestial que ha caído sobre los habitantes de la tierra. En el plan de la redención, Cristo es el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo. Desde que el Salvador derramó su sangre para la remisión  de los pecados, y ascendió al cielo «para presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios» (Heb. 9: 24), raudales de luz han brotado de la cruz del Calvario y de los lugares santos del santuario celestial

Pero porque se nos haya otorgado una luz más clara no debiéramos menospreciar la que en tiempos anteriores fue recibida mediante símbolos que revelaban al Salvador futuro. El Evangelio de Cristo arroja luz sobre la economía judía y da significado a la ley ceremonial. A medida que se revelan nuevas verdades, y se aclara aún más lo que se sabía desde el principio, se hacen más manifiestos el carácter y los propósitos de Dios en su trato con su pueblo escogido. Todo rayo de luz adicional que recibimos nos hace comprender mejor el plan de redención, cumplimiento de la voluntad divina en favor de la salvación del hombre. Vemos nueva belleza y fuerza en la Palabra inspirada, y la estudiamos con interés más profundo y concentrado.

Muchos opinan que Dios colocó una muralla divisoria entre los hebreos y el resto del mundo; que su cuidado y amor de los que privara en gran parte al resto de la humanidad, se concentraban en Israel. Pero no fue el propósito de Dios que su pueblo construyera una muralla de separación entre ellos y sus semejantes. El corazón del Amor infinito abarcaba a todos los habitantes de la tierra. Aunque le habían rechazado, constantemente procuraba revelárselas, y hacerlos partícipes de su amor y su gracia. Su bendición fue concedida al pueblo escogido, para que éste pudiera bendecir a otros.

Dios llamó a Abrahán, le prosperó y le honró; y la fidelidad del patriarca fue una luz para la gente de todos los países donde habitó. Abrahán no se aisló de quienes le rodeaban. Mantuvo relaciones amistosas con los reyes de las naciones circundantes, y fue tratado por algunos de ellos con gran respeto; su integridad y desinterés, su valor y benevolencia, representaron el carácter de Dios. A Mesopotamia, a Canaán, a Egipto, hasta a los habitantes de Sodoma, el Dios del cielo se les reveló por medio de su representante.

Asimismo se reveló Dios por medio de José al pueblo egipcio y a todas las naciones relacionadas con aquel poderoso reino. ¿Por qué dispuso el Señor exaltar a José a tan grande altura entre los egipcios? Podía lograr sus propósitos en favor de los hijos de Jacob de cualquiera otra manera; pero quiso hacer de José una luz, y lo puso en el palacio del rey para que la luz celestial alumbrara cerca y lejos. Mediante su sabiduría y su justicia, mediante la pureza y la benevolencia de su vida cotidiana, mediante su devoción a los intereses del pueblo, y de un pueblo idólatra, José fue el representante de Cristo. En su benefactor, a quien todo Egipto se dirigía con gratitud y a quien todos elogiaban, aquel pueblo pagano debía contemplar el amor de su Creador y Redentor. También mediante Moisés, Dios colocó una luz junto al trono del mayor reino de la tierra, para que todos los que quisieran, pudieran conocer al Dios verdadero y viviente. Y toda esta luz fue dada a los egipcios antes de que la mano de Dios se extendiera sobre ellos en las plagas.

Mediante la liberación de Israel de Egipto, el conocimiento del poder de Dios se extendió por todas partes. El belicoso pueblo de la plaza fuerte de Jericó tembló. Dijo Rahab: «Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más espíritu en alguno por causa de vosotros: porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos, y abajo en la tierra.» (Jos. 2: 11.) Varios siglos después del éxodo, los sacerdotes filisteos recordaron a su pueblo las plagas de Egipto, y lo amonestaron a no resistir al Dios de Israel.

Dios llamó a Israel, lo bendijo y lo exaltó, no para que mediante la obediencia a su ley recibiese él solo su favor y fuera beneficiario exclusivo de sus bendiciones; sino para revelarse por medio de él a todos los habitantes de la tierra. Para poder alcanzar este propósito, Dios le ordenó que fuera diferente de las naciones idólatras que lo rodeaban.

La idolatría y todos los pecados que la acompañaban eran abominables para Dios, y ordenó a su pueblo que no se mezclara con las otras naciones, ni hiciera «como ellos hacen» (Exo. 23: 24), para que no se olvidaran de Dios. Les prohibió el matrimonio con los idólatras, para que sus corazones no se apartaran de él. Era tan necesario entonces como ahora que el pueblo de Dios fuese puro, «sin mancha de este mundo.» (Sant. 1: 27.) Debían mantenerse libres del espíritu mundano, porque éste se opone a la verdad y la justicia. Pero Dios no quería que su pueblo, creyendo tener la exclusividad de la justicia, se apartara del mundo al punto de no poder ejercer influencia alguna sobre él.

Como su Maestro, los seguidores de Cristo debían ser en todas las edades la luz del mundo. El Salvador dijo: «Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud, mas sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa;» es decir, en el mundo. Y agrega: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» (Mat. 5: 14-16) Esto es exactamente lo que hicieron Enoc, Noé, Abrahán, José y Moisés. Y es precisamente lo que Dios quería que hiciera su pueblo Israel. Fue su propio corazón malo e incrédulo, dominado por Satanás, lo que los llevó a ocultar su luz en vez de irradiarla sobre los pueblos circunvecinos; fue ese mismo espíritu fanático lo que les hizo seguir las prácticas inicuas de los paganos, o encerrarse en un orgulloso exclusivismo, como si el amor y el cuidado de Dios fuesen únicamente para ellos.

Así como la Biblia presenta dos leyes, una inmutable y eterna, la otra provisional y temporaria, así también hay dos pactos. El pacto de la gracia se estableció primeramente con el hombre en el Edén, cuando después de la caída se dio la promesa divina de que la simiente de la mujer heriría a la serpiente en la cabeza. Este pacto puso al alcance de todos los hombres el perdón y la ayuda de la gracia de Dios para obedecer en lo futuro mediante la fe en Cristo. También les prometía la vida eterna si eran fieles a la ley de Dios. Así recibieron los patriarcas la esperanza de la salvación.

Este mismo pacto le fue renovado a Abrahán en la promesa: «En tu simiente serán benditas todas las gentes de la tierra.» (Gén. 22: 18.) Esta promesa dirigía los pensamientos hacia Cristo. Así la entendió Abrahán. (Véase Gál. 3: 8, 16), y confió en Cristo para obtener el perdón de sus pecados. Fue esta fe la que se le contó como justicia. El pacto con Abrahán también mantuvo la autoridad de la ley de Dios. El Señor se le apareció y le dijo: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto.» El testimonio de Dios respecto a su siervo fiel fue: «Oyó Abrahán mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes,» y el Señor le declaró: «Estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu simiente después de ti en sus generaciones, por alianza perpetua, para serte a ti por Dios, y a tu simiente después de ti.» (Gén 17: 1, 7; 26: 5.)

Aunque este pacto fue hecho con Adán, y más tarde se le renovó a Abrahán, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de Cristo. Existió en virtud de la promesa de Dios desde que se indicó por primera vez la posibilidad de redención. Fue aceptado por fe: no obstante, cuando Cristo lo ratificó fue llamado el pacto nuevo. La ley de Dios fue la base de este pacto, que era sencillamente un arreglo para restituir al hombre a la armonía con la voluntad divina, colocándolo en situación de poder obedecer la ley de Dios.

Otro pacto, llamado en la Escritura el pacto «antiguo,» se estableció entre Dios e Israel en el Sinaí, y en aquel entonces fue ratificado mediante la sangre de un sacrificio. El pacto hecho con Abrahán fue ratificado mediante la sangre de Cristo, y es llamado el «segundo» pacto o «nuevo» pacto, porque la sangre con la cual fue sellado se derramó después de la sangre del primer pacto. Es evidente que el nuevo pacto estaba en vigor en los días de Abrahán, puesto que entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el juramento de Dios, «dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta.» (Heb. 6: 18.)

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